11
Se veían nubes
cargadas, Su mamá le dijo que buscara las botas, le puso su campera impermeable
que tenía una capucha.
—Mamá, parezco un astronauta.
—Mientras no seas un
chico resfriado, no importa lo que parezcas.
Frin estiraba sus
brazos abiertos y se balanceaba.
—Aquí Houston, aquí
Houston...
—(Sonriendo) Quédate
quieto, que no te puedo cerrar la campera.
—... en este planeta
llueve, Houston.
—Frin, que esto no
cierra.
—Porque está vieja,
mamá.
—Todavía sirve.
—Si nunca la tiramos
siempre va a servir, me gustaría una nueva.
—Para tu cumpleaños.
—No, para mi
cumpleaños quiero algo para mí.
—¿Y una campera para
quién sería?
—No es lo mismo.
A Lynko le compran
ropa aunque no sea su cumpleaños.
—… —Me gustaría una
campera verde como el buzo de Lynko... Con ésta parezco un astronauta.
—Frin, mientras yo no
consiga otro trabajo.
—¡Ufa! ¡Siempre el
trabajo y el dinero!
—Cuando seas grande
vas a tener tu propio dinero y te vas a comprar todas las camperas que quieras.
—Una campera es algo que se usa, un regalo es distinto... Además me quiero
comprar un libro.
—Pero si tenés un
montón que no leíste.
—De versos, no tengo
ninguno... (estiró los brazos) Houston, Houston, estamos frente a una forma de
vida muy extraña.
—¡Vos serás una forma
de vida muy extraña!
—¿Atacamos, Houston?
¿Atacamos? Confirme.
—Andate que vas a
llegar tarde.
—¡De acuerdo! (empujó
a su mamá, que estaba agachada frente a él, y la hizo caer sentada).
—(Riéndose) ¡Frin!
—¡Ataque exitoso,
Houston!
—¿Sabés qué les va a
pasar a Houston y a vos?
—¡Oh, oh!, Houston,
creo que dejamos la eliminación para otro momento.
Salió corriendo hasta el patio, se
subió a su bicicleta y se fue riendo. Cuic cuic. La librería todavía
estaba cerrada. Qué raro. Tocó en la casa de Elvio, y esperó. Pasó un rato sin
oír nada. Volvió a golpear más fuerte. Oyó unos pasos que se acercaban.
—¿Sí?
—Soy yo, Elvio
—... ya voy.
Fue a sentarse en la vidriera y esperó.
Empezaba a lloviznar. Después de un largo rato lo vio aparecer, caminando
despacio. Sin afeitar. La camisa fuera del pantalón. Se acercó a abrir la
puerta sin decir nada. Frin sintió olor a alcohol. Venía de la respiración y de
la ropa de Elvio: olía a vino. Ya otras veces lo había visto con una copa en la
mano, y le había dicho que era por el frío, otra vez por el reuma. Entraron.
Frin levantó las persianas. La llovizna seguía cayendo. Elvio se sentó del otro
lado del mostrador, mirando hacia la calle, sin hacer nada.
—Hoy que cobro me voy a comprar un
libro. Elvio se quedaba con la vista fija en la ventana, o en la llovizna, o en
cualquier cosa.
—¿Quiere que prepare café?
—... (respiraba lentamente, hizo un
leve balanceo).
—¿Se siente bien?
—... ¿eh? (como si saliera de un
sueño).
—¿Le pasa algo?
—... hoy vamos a cerrar.
—¿No quiere que me quede yo?... Vaya a
descansar y yo atiendo.
—... (le pasó una mano por la cabeza).
—En serio, Elvio, vaya. Fuera por
cansancio, porque confió o porque todo le daba lo mismo, en vez de poner la
llave en la puerta, se las dejó en la mano a Frin y se fue.
Toda la librería para él. Encendió la
radio, bien fuerte. Hizo que tocaba la guitarra eléctrica con una regla.
Después se dio cuenta de que no iba a cobrar. No se atrevía a pedirle su
dinero. ¿Cómo iba a hacer para comprar el libro que quería leerle a Alma? Se
puso a leer su artículo sobre la maratón. Entró una clienta. Bajó la radio. Le
vendió un mapa. La mujer preguntó por Elvio y respondió que había tenido que ir
a arreglar unos asuntos.
—¿Y te dejó a vos al frente del
negocio?
—... (asintió con la cabeza).
—¡Cuánta confianza te tiene!
La mujer pagó y se fue. Frin subió el
volumen de la radio y volvió a tocar la guitarra eléctrica con la regla. A
media mañana se le ocurrió ir a ver cómo estaba Elvio.
Puso el cartel de "Ya
vuelvo". Fue hasta la casa. Se asomó a su cuarto y vio que estaba tirado
encima de la cama, durmiendo. El olor era más fuerte. Decidió prepararle un té.
Lo hizo y se lo dejó en la mesita al lado de la cama. Volvió al negocio
pensando en algo que había oído una vez.
Elvio tenía una hija que vivía en otra
parte, que no le escribía nunca y sólo lo llamaba cuando necesitaba plata. Se
le ocurrió que podía sacar el libro de la biblioteca. Puso el cartel y salió
bajo la llovizna suave y persistente. En la vereda de enfrente una abuela se
cayó, como un tronco; casi ni alcanzó a poner las manos para atajar el impacto.
Fue tan raro que Frin no reaccionó enseguida, como si sucediera en una
película. Cruzó la calle y la ayudó a levantarse.
La mujer traía una bolsa de compras en
un brazo y un paraguas que había quedado dado vuelta, como una flor panza
arriba. La señora se recostó contra un árbol. Frin esperaba que se incorporara,
pero se demoraba y se tocaba la nariz. Le salía sangre. Frin tomó el paraguas,
lo enderezó y la cubrió. Vio que ella sacaba un pañuelo viejo y remendado. Se
secaba la sangre de la nariz. Frin se ofreció a acompañarla y le dio su brazo.
Ella lo tomó. Caminaron lentamente hasta una casa en la que había un señor
mirando afuera.
—Oh, ahora mi marido se va a preocupar
(dijo ella).
En la puerta le entregó el paraguas, se
despidió y salió corriendo. Encontró el libro en la biblioteca. Volvió al
negocio: era hora de cerrar. Pasó a dejarle la llave a Elvio. No se había
levantado. La taza estaba en el piso y el té estaba derramado. Levantó la taza.
Secó el suelo. Dejó la llave en la mesa de la cocina y se fue hacia su casa,
pedaleando lo más fuerte que podía. Cuic, cuic. Maldición, tenía que
llevar a aceitar la bicicleta antes del picnic.
Qué mañana más rara. Su mamá no podía
comprarle la campera. Elvio no podía trabajar y esa viejita no podía caminar
sola. Su mamá le había dicho que cuando fuera grande iba a tener su plata.
Todavía no tenía su plata, pero ya se sentía grande. Y lloviznaba. Lloviznaba
como si se hubiera dado vuelta un barco, o como si las nubes pedalearan
llovizna hasta poner el mundo patas arriba.
12
Llegó el sábado tan esperado. Saldrían
de picnic con Alma y Vera... y con Arno, aunque Arno tal vez no. Prometió que a
lo mejor no podía. Bueno, no lo prometió. Eran las ocho menos cuarto y habían
quedado en salir a las ocho y media.
—¡Mamá, me voy a buscar a Lynko!
—¿No se encontraban acá?
—¡Sí, pero lo voy a pasar a buscar
igual!
—Frin, ¿por qué no esperás tranquilo?
Ya va a llegar; desde las seis y media que te oigo dar vueltas.
—¡No, pero mejor paso a buscarlo por si
tengo que ayudar con algo!
—Van a cruzarse en el camino y se van a
pasar toda la mañana buscándose.
A Frin se le hizo un chiste buenísimo.
Se rió, saludó con un grito a su mamá. Salió disparado hacia la puerta del
patio. Frenó de golpe, regresó corriendo, le dio beso a su mamá, y volvió a
salir. Pero en ese preciso instante Lynko abría la puerta.
—¡¡¡Mamá, ya llegó!!!
Entraron abrazados, así, de hola,
amigo. Revisaron lo que cada uno llevaría y lo que pensaban hacer. Frin
estaba excitadísimo, quería que Lynko entrara la bicicleta, no fuera que se la
robaran y no pudieran ir de picnic por tener que hacer la denuncia o perseguir
a los ladrones. Le mostró que él había ido a la bicicletería para que le
ajustaran los frenos, le inflaran bien las gomas; pero sobre todo para que le
pusieran aceite en el piñón. No podía salir con Alma y Vera si hacía cuic...
cuic... en cada vuelta del pedal. La mamá terminó de preparar su vianda, le
dio un beso como si se fueran de viaje, no de picnic ahí cerca. Salieron a
esperar a la vereda. Frin entró a ver qué hora era a las ocho y cuarto. A las
ocho y veinte. A las ocho y veintitrés. A las ocho y veintisiete, que fue
cuando se desesperó.
—Quedamos a las ocho y media,
tranquilizate (Lynko).
—¿Será que no las dejaron?
—Hubieran avisado, ¿no?
—¿¡Y si tampoco las dejaron avisarnos!?
—... (Lynko puso los ojos bizcos y sacó
la lengua, como diciéndole que estaba loco). —... (Frin entró nuevamente,
regresó agitado): ¡Ya son las ocho y treinta y cinco, Lynko! ¿Qué hacemos? ¿Las
vamos a buscar?
—¡No! ¡¡¡Quedate aquí sentado que ya
vienen, te digo!!!
—Si querés las vamos a buscar y le
puedo pedir a mi mamá que nos acompañe y les hable a los papás para que las
dejen.
—(Se agarró la cabeza)... no, no
quiero.
—¡¡¡Lynko, no seas mal amigo!!! Pero
Lynko saludaba a Alma y Vera, que se acercaban a media cuadra. Frin se sentó a
la velocidad del rayo y cambió de conversación. —Che, ¿no querés que hagamos
juntos el trabajo de la capa de ozono?
—... Frin ¿no te estarás volviendo
loco?
Llegaron. Ellas se bajaron de sus
bicicletas y acercaron sus mejillas. Entonces ellos reaccionaron saludándolas
con un beso. Frin no salía de su asombro. En la escuela no se saludaban así;
pero, claro, esto no era la escuela. Era la primera vez que se saludaban de
beso. ¿Se habrían puesto de acuerdo antes de venir para acá? Si era así, ellas
les llevaban ventaja. Él y Lynko estaban perdidos, no se habían puesto de
acuerdo en nada. Qué tarados, ¿cómo no pensamos en eso?
—¿Vamos?
(propuso Lynko).
—Falta Arno, ¿no? (recordó Alma).
—(¿Entonces sí es su novio?, pensó
Frin).
Pero dijo que lo más seguro era que no
iba a venir.
—No, dijo que a lo mejor no
venía (intervino Lynko).
—... (Frin lo miró enojado, ¿por qué
no te callás?).
—Sí, mejor
esperémoslo (dijo Vera), seguro que va a llegar.
Otra vez sentados a esperar; pero ahora
conversaban entre los cuatro. Cada cinco minutos Frin proponía:
—Vamos, no va a venir.
—Esperá un minuto.
—Es que se nos va a ir la mañana.
—Apenas son las nueve.
—¿¡Ya son las nueve!? ¡Entonces vamos!
¡Quedamos a las ocho y media!
—¡Mirá, ahí viene! (dijo Vera, y
saludaba).
Sí. Ahí venía. A media cuadra. Y no
sólo venía. Sino que venía caminando. Lentamente.
—¿Y tu bicicleta? (preguntó Lynko).
—¿Era en bicicleta? (distraído).
—Claro, Arno ¿cómo vamos a ir de
picnic, si no? (Alma, sonriendo).
—¿Ah, de picnic? Yo entendí que nos
quedábamos a jugar acá. Frin no lo podía creer, lo miraba a Lynko como
diciendo: és-te-me-de-ses-pe-ra.
—Quedamos en encontrarnos acá; pero
íbamos de picnic. —¡Uy!, yo no sé si me dejan (dudó Arno).
—¡Perfecto! ¡No lo dejan! ¡Arno,
gracias por haber venido, podés quedarte a leer mis revistas! ¡Vámonos!
—¡Frin! ¡No seas mal amigo! (dijeron
Alma y Vera), vamos a acompañarlo a su casa a buscar la bicicleta.
—... es que tiene una goma pinchada.
—Y bueno, te acompañamos a arreglarla
(dijo Lynko, aguantándose la risa, porque sabía que era lo último que Frin
quería hacer).
Caminaron al lado de sus bicicletas
hasta casa de Arno, mientras Frin cada tanto, sin que lo vieran los demás, le
hacía señas a Lynko, agarrándose el cuello y sacando la lengua afuera. Arno lo
sacaba de las casillas. Pero, fuera como fuera, ya había empezado el paseo.
13
Llegaron los cinco a casa de Arno, que
quiso abrir; pero la puerta no. Probó de nuevo. No. Estaba cerrada con llave.
Arno se dio vuelta, con su camisa saliéndose del pantalón, sus cordones, uno
desatado y otro hecho con un nudo que jamás se desataría, y todo él, así con el
pelo despeinado, como si al despertarse tampoco hubiera estado la mamá, miró al
resto con cara de que el avión ya se fue, y les dijo:
—Mi mamá no está.
Se quedaron sorprendidos; sólo Vera
atinó a preguntar:
—... ¿y vos no tenés llave?
—... (hizo que no con la cabeza).
Pausa. Silencio, volvió a hablar Arno.
—Vayan si quieren. Lo dijo con un tono
de camisa afuera del pantalón, despeinado, y los miró con una cara de cordones
abandonados, que Lynko propuso que lo acompañaban hasta que llegara la mamá, y
hasta Frin estuvo de acuerdo.
Se quedaron como si se hubiera ido la
luz. Frin miraba la vereda de enfrente, como todos. A su lado estaba Lynko,
luego seguía Vera, luego Alma, y luego Arno. Sí, estaban sentados juntos, y él
estaba en la otra punta.
En la otra punta de donde quería estar,
cosa que ya había sentido otra vez, que estaba en la otra punta de donde quería
estar. Que no había silla para él, o que su silla la estaba ocupando otro.
Siempre así. Qué día de porquería. En eso llegó la madre, caminando rápido y no
cambió la cara de enojada, por más que todos la saludaron correctamente. Sólo
se dirigió a Arno.
—¿¡Se puede saber qué hacés acá,
sentado como un tonto!? Se quedaron duros al oír cómo le hablaba.
—Es que era un picnic. Respondió Arno
con su tono confundido, que ahora se explicaba por qué. Frin se dio cuenta de
que Arno estaba como si siempre tuviera a su mamá gritándole tonto.
—¿Y me pediste permiso?
—... (mirando el suelo).
—¡Contestame, burro! ¿¡O no oís que te
estoy hablando!? Arno levantó los ojos confundidos, y la miró como si esperara
un golpe.
—¡Sos un inútil, carajo, no vas a
aprender nunca! Se metió en la casa dando un portazo y cerrando otra vez con
llave. Frin se dio vuelta y dijo:
—Che, ¿ésa es tu mamá o es la que mató
a tu mamá? Los demás lo miraron con cara de retarlo.
—... es mi mamá. Contestó Arno, con su
tono de confusión, hundido como un barco que se está hundiendo, como un barco
de transportar frutas que se está hundiendo a metros de la costa. Con sus
naranjas flotando de adiós adiós, nos lleva la corriente, adiós adiós. Arno seguía
callado. Lynko habló.
—Pedile permiso, te esperamos.
—No, mejor váyanse.
—No, andá, te acompañamos (dijo Alma).
Arno se levantó cansinamente, fue hasta la puerta, tocó el timbre. Frin vio que
la campera de Arno le quedaba grande y apenas asomaban sus dedos por los puños.
Pasó un rato, y como si eso ya hubiera ocurrido otras veces, Arno volvió a
tocar timbre, resignado. La puerta se abrió de golpe.
—¿¡Qué querés, burro!?
—¿Lo deja ir de picnic con nosotros,
señora? (preguntó Alma).
—(Pero ella ni lo miró) ¡A vos te
pregunto! ¡Pasá!
Arno entró, la puerta
se cerró con un golpe. No podían creer lo que habían visto. Adentro seguían
oyéndose los gritos. Tonto. Tonto. Vos lo que querés es matarme. Sos un
burro.
—Yo nunca había venido
a casa de Arno (Alma).
—... yo tampoco
(Lynko).
—... ni yo (Vera).
Frin fue hasta la puerta y tocó timbre. Los tres lo miraron sorprendidos.
—Frin, la mamá se va a
poner furiosa (Vera). El no hizo caso y volvió a tocar. La puerta se abrió
bruscamente y antes de darle tiempo a que la mamá gritara, Frin preguntó con
voz firme.
—Hola, señora, ¿está Arno? Esa pregunta la
desconcertó, ¿cómo si estaba Arno?, si ellos lo habían visto. Demoró un
segundo en dar el grito que traía preparado, y Frin reaccionó nuevamente.
—Hola, señora ¿está
Arno? Venimos a buscarlo porque queremos que vaya a un picnic con nosotros (en
un tono que parecía amable, pero levantando la voz). La señora dio un portazo y
se metió adentro.
—¿No te dije? (Vera). Pero Frin no la oía,
estaba ahí parado, pensando si iba a tocar de nuevo el timbre o qué, cuando la
puerta se volvió a abrir, ahora con dificultad. Era Arno con su bicicleta.
—Me dijo que me vaya
con ustedes.
—... (ninguno entendía
nada).
—... bueno... vamos
(Alma).
—Pero no tengo qué
comer y la rueda está rota.
—Nosotros traemos...
vamos a la bicicletería ¿tenés plata para el arreglo? (Lynko).
—... (Arno hizo que sí
con la cabeza).
Salieron los cuatro
caminando con sus bicicletas al lado, en silencio. El paseo empezaba de nuevo,
pero desde otro casillero, como en el juego de la oca. Lynko espió de reojo a
Frin, que caminaba mirando al suelo. Se acordó de la vez que se había agarrado
a trompadas por él, y lo juntaba con lo que había hecho hoy y no parecía el
mismo. Alma le ofreció caramelos a Arno que, por tomarlos sin soltar la
bicicleta, casi se cae. Siguieron caminando, él, Vera, Alma, Lynko y los
pantalones arrugados, el pelo despeinado, la camisa salida, un cordón desatado,
la campera demasiado grande de un barco de frutas que medio se hundía, a metros
de la costa, llenando la corriente de naranjas ajenas al barco que naufraga, y
mezclando su perfume con el de este sábado por la mañana.
14
La bicicleta
de Arno, vieja y emparchada, iba en silencio, como debe hacer toda bicicleta o
caballo que tampoco va dándole conversación al jinete. En cambio, la de Frin,
recién pasadita y todo por la misma maldita bicicletería, engrasada y aceitada
hasta chorrear el estúpido aceite, seguía haciendo cuic cuic. Era la
única que hacía ruido. Frin estaba furioso.
—Frin, ¿no le diste de comer? (Lynko).
Todos se reían, Arno, en otro planeta como siempre, interrumpió:
—Yo sé un chiste.
—¿A ver? (dijo Frin para desviar la
atención). Arno empezó a contar de un niño que tenía que comprar un sandwich de
jamón y al que, antes de llegar a comprarlo, le pasaba de todo. Pero realmente
de todo, porque llegaron al límite del pueblo y al chico del cuento de Arno le
seguían pasando cosas y todavía no podía comprar su sandwich. Empezaba el
camino de tierra. Frin ya quería que terminara el chiste. Una cosa era que Arno
lo salvara de la broma de Lynko y otra cosa era que acaparara toda la atención.
—¿Vamos al cementerio viejo? (propuso
Lynko).
—No (dijo Alma, enseguida).
—... (Frin se sorprendió, ¿le dará
vergüenza de cuando fuimos juntos?).
—Oigan que les sigo contando (Arno).
—Esperate que tenemos que decidir
adonde vamos.
—Yo conozco un monte que queda por acá;
pero no me acuerdo bien del camino (Vera).
—Vamos a ése y lo buscamos (Lynko).
—Oigan, les sigo contando (Arno).
Llevaban media hora pedaleando y el chico del cuento de Arno no podía comprar
el famoso sandwich de jamón porque tenía que ayudar a una viejita a que cruzara
la calle, después porque pasaba un carro de bomberos, después porque le robaban
la bicicleta, tenía que ir a hacer la denuncia, la encontraban; pero después se
la pedía prestada un viejito. Y así mil cosas y nunca llegaba a comprar el
maldito sandwich de jamón. Nunca habían oído un chiste tan largo. Frin estaba
furioso con el estúpido de Arno, con los estúpidos de los demás que no paraban
de reírse del estúpido chiste del estúpido Arno, con el estúpido niño del
estúpido chiste. Hasta con el estúpido sandwich del chiste. ¿Cuándo iba a parar
de hablar e iba a dejar hablar a los demás?
—¡Dale, Arno! ¿¡Y qué pasó!? (decía
Alma desesperada y divertida).
—¡Sí, basta Arno, hablemos de otra
cosa! (aprovechó Frin).
—No, Frin, dejalo que siga (de nuevo
Alma).
—... (¿quién la entiende?, pensó
Frin).
—Sí, esperen, todavía falta, porque,
cuando estaba por llegar al negocio, se le cruzó un perro con una manchita
blanca...
—¡Termina el maldito cuento! (gritaba
Lynko, muerto de risa).
Seguían pedaleando y riéndose ya no
porque importara el cuento, sino porque no acababa nunca; y porque Arno jamás
había hablado tanto. Se le habrá destapado algún caño en la cabeza, pensaba
Frin, pero con ganas de volverlo a tapar. Trataba de que se le ocurriera algo
gracioso, para hacerlos reír él también; pero ni podía pensar, porque Arno no
paraba de hablar, los demás, de reírse y su bicicleta, de hacer cuic cuic.
Más se alejaban del pueblo y más
divertidas eran las cosas que se le ocurrían a Arno para alargar el chiste.
Frin notó que Alma se reía despreocupada. Cuando llegaron estaba seria, por eso
que le había contado Vera, que sus papás estaban con problemas. Pero ahora era
la misma de siempre, alegre y con una risa maravillosa. Arno inventaba más y
más cosas, y eso los hacía pedalear más lento. En un momento tuvieron que
detenerse porque Alma casi se caía de la risa.
—Oigan, me parece que no es por acá
(interrumpió Vera, todos frenaron).
—¿No era que sabías? (preguntó Lynko).
—Pero les dije que no me acordaba
tanto.
—¿Y ahora? (Alma).
—Si quieren nos quedamos y les termino
de contar (Arno).
—¡Nada que ver, es feo este lugar!
(Alma y Vera).
—Sigamos, seguro que es cerca (dijo
Frin, tratando de tener iniciativa en algo).
—¿Y si nos perdemos peor? (Alma).
—Creo que sé cuál es (Frin).
—... (Lynko se dio cuenta de que estaba
mintiendo y que lo decía para alardear delante de todos).
—Vamos (insistió Frin, rogando que se
le ocurriera algo).
—Les sigo contando (dijo Arno). Todos
se rieron. Hasta la bicicleta de Frin, que hacía cuic cuic. Pero él no;
quería regresar, mandarlos a todos al diablo, ir a devolver el libro a la
biblioteca. Juró que no le leería un solo poema a Alma, si de todas maneras con
cualquier chiste estúpido se olvidaba de sus problemas.
—¡Arno, tu chiste no tiene final! (Alma
simuló enojo, pero sonaba encantada).
—Sí, tiene; falta poco. Siguieron
pedaleando y riéndose. Todos menos Frin que, disimuladamente, trataba de ver si
por el camino que iban aparecía algún monte. Pero nada. Por suerte Arno seguía
distrayéndolos con su chiste.
—¿Falta mucho? (preguntó Alma).
—No (contestó Frin, intentando parecer
seguro).
—¿No será que estás inventando? (dijo
Lynko para hacerse el gracioso).
—¡Claro que sé! (Frin, muy molesto).
—No te enojes, era un chiste nomás
(Lynko, haciendo un gesto de discúlpame).
Lo cierto es que ese comentario fue la
gota que colmó el vaso, porque, aunque todos iban oyendo y riéndose con el
chiste, ya querían llegar. Frin no veía nada por ninguna parte, y ni tenía idea
por dónde estaban.
Por no quedarse callado y mostrarse
seguro dijo:
—Cuando llegamos a la esquina de ese
campo, hay que doblar a la derecha.
—¡Ay, qué bueno! (dijo Alma).
—Sí, ya tengo hambre, quería llegar
(Vera).
Para
qué habré dicho eso, pensó Frin, ¿qué iba a hacer cuando dieran vuelta y no
hubiera nada? Quería que la tierra lo tragara. Pero que primero lo tragara a
Arno. Cuic cuic que, de repente, resulta que era gracioso. Cuic cuic.
Así, de la noche a la mañana, el muy idiota. Cuic cuic. No se puede
ser gracioso de golpe.
Él siempre contaba chistes, entonces
estaba bien que fuera gracioso. Cuic cuic; pero este idiota ni siquiera
silbaba y ahora resulta que era graciosísimo y Alma estaba feliz con las
idioteces que decía. Cuic cuic. Se le hizo que Arno era el chico más
mentiroso, hipócrita, estúpido que había conocido nunca. Cuic cuic. Y
Alma era bastante idiota si se reía de estos chistes tontos. Cuic cuic. Y
el bicicletero también era un tarado porque ni siquiera sabía aceitar bien una
bicicleta. Cuic cuic.
Ya estaban llegando a la esquina del
campo. Y el más sorprendido de todos fue Frin, porque a unos quinientos metros
de ese cruce de caminos había un monte grande y hermoso. Los demás se pusieron
a aplaudirlo, Lynko se bajó de su bicicleta y lo abrazó; pero Frin seguía con
la boca abierta: no podía creer su buena suerte. ¿Seré adivino?, pensó.
Pero Arno no le dio mucho tiempo de disfrutar su éxito porque siguió con su
maldito chiste de dos años de duración. El monte era verdaderamente hermoso,
con árboles altos y hojas en el suelo. Encontraron un claro en el que dejaron
las bicicletas y sacaron sus cosas.
—Bueno, Arno, ¿cómo termina tu chiste?
(Lynko).
—Sí, en serio, Arno, así jugamos a algo
(Alma).
—Ya termino: entonces el niño por fin
llegó al negocio, pidió un sandwich de jamón, el señor se metió, tardó como una
hora, salió y se lo dio y el niño lo agarró sin mirarlo y, cuando llegó a la
casa, su mamá lo abrió... y, ¿saben que había adentro de los panes?
—¡No, ¿qué...?! (Vera)
—... jamón.
—¿...? (sorpresa en todos).
—... ¿cómo? (preguntó Lynko, que creyó
haberse perdido alguna parte).
—Jamón.
—... (se miraron desconcertados).
—... ¿jamón? (repitió Alma).
—... sí, jamón.
—... ¿¡ése es el final del chiste!?
(Lynko).
—... (Arno asentía muy divertido de
haberlos engañado).
Entonces Lynko se tiró encima suyo, lo
hizo caer y hacía como si le pegara de verdad. Arno se reía a carcajadas, ni se
defendía. Alma y Vera se agarraban la cabeza y medio se reían y gritaban porque
no podían creer que el chiste fuera tan malo y tan largo. Frin,
silenciosamente, dio las gracias de que por lo menos hubiera terminado. Abrió
su mochila y se encontró con que el papel en el que su mamá había envuelto los
sandwiches se había abierto durante el viaje, y el libro del poeta se había
manchado de manteca en la tapa. No era mucho, lo suficiente como para que
sintiera que de verdad tenía ganas de regresarse ya. Y no lo iba a hacer; pero
sólo por vergüenza con los demás.
15
Lo primero que hicieron fue poner un
gran mantel en el suelo. Sobre él fueron sacando lo que habían llevado y
comieron en silencio. Tenían una pelota. Se pusieron en rueda y practicaron un
poco de voleibol. El que la dejaba caer, perdía. Después había que tirarla a un
compañero diciendo un nombre que podía ser de planta o de animal. El otro tenía
que dar una palmada antes de recibirla y, al lanzarla, decir otro nombre.
Frin conseguía dar la palmada y decir
el nombre; pero la pelota iba para cualquier lado. Arno casi no usaba sus manos
para recibir la pelota. Le daba en la nariz o en un ojo.
—¡Arno! ¿¡Tenés un agujero en las
manos!? (le gritaba Lynko, riéndose), poné las manos, me en-tendés, las-ma-nos.
Todos se reían, incluido Arno.
—A ver, ¿cuáles son las manos?,
levantalas (Lynko).
—... (las levantaba).
—Perfecto, ahora que ya están
identificadas, atajá la pelota con las manos, no con la cara, ¿comprendido?
Arno asentía, riéndose. Se reiniciaba el juego, y entonces las manos de Arno no
sabían si dar la palmada abajo o arriba, que era por donde venía la pelota,
directa a su nariz.
—¡No lo puedo creer! ¡Arno, sos un
cuadrúpedo! ¡Te equivocaste de especie!
—... (risas).
—¡Mira, Lynko! ¿Sabés hacer esto?
Desafió Arno, parándose patas para arriba, sobre sus manos y empezó a caminar
en perfecto equilibrio.
—¡Bravo! ¡Bravo! (Alma y Vera
aplaudían).
—¿No les digo que es cuadrúpedo?
(Lynko).
—¡Hacelo vos, en vez de reírte! (Vera).
Lynko se vio obligado a intentarlo; pero le fue imposible. La única vez que
pudo sostenerse unos segundos, los brazos le temblaban como cuerdas. Arno era
tan despistado que, en lugar de aprovechar y vengarse con un chiste, se ponía
al lado y le enseñaba cómo hacerlo. Lynko se desplomó una vez más, y Arno dijo:
Miren esto. Y empezó a dejarse caer hacia atrás, arqueándose despacio,
hasta que tocó el suelo con las manos. Lynko se apuró a sentarse encima de él,
como si fuera una silla.
—¡Lynko, sos un envidioso! (lo retó
Alma). Arno se inclinó y se sentó en el suelo, normal.
—¿Y por qué sabés hacer esto? (Vera).
—... porque me gusta.
—No, en serio, contá.
—... porque me gustaría trabajar en un
circo.
—¡¿En serio?! (preguntaron asombrados).
—... me gustan las acrobacias.
—Para eso están las olimpíadas, que son
mejores que un circo (Frin).
—... no, yo quiero viajar.
—Uno se cansa de viajar siempre
(Lynko).
—Yo no (Arno).
—Mi papá se la pasa viajando y ya está
harto, nunca está en casa. —Yo lo que quiero es irme (Arno).
—¿A dónde? (Alma).
—... (levantó los hombros).
—¿Y por eso estás entrenando estas
acrobacias? ¿Para irte a trabajar a un circo? (preguntó Lynko). A Arno le daba
vergüenza confesar su plan, que nunca había contado a nadie, porque era un plan
igual a Arno: confuso, desprolijo, con la camisa afuera. Sólo dijo un tímido sí.
Sin embargo, nadie se rió. Se hizo un silencio, un poco incómodo, en el que
todos se acordaron de la mamá gritando; pero ninguno comentó nada.
—Yo quiero ser bióloga (Vera).
—¿Sí? (le preguntó Alma sorprendida).
—Sí (sacó un cuaderno de su mochila).
Acá anoto diez cosas nuevas, cada vez que salgo. Pueden ser diez plantas o diez
insectos y después busco cómo se llaman.
—¿Y cómo te acordás? (Frin).
—Porque los dibujo.
—¿¡A verlos!? (Lynko). Vera abrió su
cuaderno de hojas lisas.
—¡Huáu! ¡Están buenísimos! (exclamó
Lynko, que no podía creer que alguien dibujara tan bien).
—¡Son perfectos, Vera! ¿Por qué nunca
me los mostraste? (Alma).
—... (frunció la boca) no sé...
perdoná.
Eran realmente hermosos. Había un
escarabajo que estaba coloreado. Grande y quieto en medio de la hoja del
cuaderno.
—Parece que se fuera a mover.
Dijo Frin, en voz baja, y Arno asintió
con la cabeza. —Me encantaría dibujar así de bien... para venderlos después
(Lynko). Lo retaron y Vera dijo:
—Yo no los hago para vender.
—¿Y para qué, entonces?
—Para mirar, me gusta mirarlos y saber
cómo son. Se quedaron viendo el dibujo, callados.
—Estás loca, pero dibujás muy bien
(susurró Lynko).
—... cuando los hago siento como si les
hablara (Vera).
—¿Cómo como si les hablaras? (Frin).
—Bueno, como si los oyera, mejor dicho;
que si ellos me dijeran algo, yo los entendería... me imagino que Dios...
—¿¿Vos creés en Dios?? (la interrumpió
Lynko).
—Yo sí (contestó Vera).
—Yo no, para nada (Lynko muy
convencido). ¿Y vos, Arno?
—... (levantó los hombros, como
siempre), sí.
—Hagamos una votación y si ganan los
que creen, es que Dios existe... (Lynko).
—¡Nada que ver, Lynko! (dijo Vera con
énfasis), que Dios exista no tiene nada que ver con que nosotros votemos
quiénes creen.
—Bueno, yo no creo, ¿y vos, Alma?
Asintió en silencio.
—¿Frin?
—... no sé, creo que sí; pero pasa algo
que me asusta y reacciono como si no creyera... ¿Qué ibas a decir, Vera?
—No, que yo me imagino... o sea, yo sé
que no es cierto, ¿no?, pero me gusta pensar que Dios así nos dibuja en un
cuaderno... para entendernos.
—... a Arno lo dibujó con cuatro patas
(dijo Lynko y se rieron).
—¿Y vos qué querés ser? (preguntó Vera
a Lynko).
—Jugador de fútbol o fabricante de
barcos, una de dos.
—Pueden ser las dos (dijo Frin).
—Sí, ¿no? (dijo Lynko, que nunca lo
había pensado así)... ¿Y vos, Alma?
—A mí me gustan mucho las matemáticas.
—¡Spuajjj! (Lynko hizo como si
vomitara).
—Pero no sé si me gustaría ser física o
matemática (terminó Alma).
—Mejor física (dijo Arno).
—¿Por? (le preguntó Frin).
—... (Arno no tenía ni idea)... qué sé
yo. Se hizo un pequeño silencio y habló Lynko.
—Oigan, ¿se dan cuenta de que si
hacemos lo que cada uno dijo, cuando seamos grandes nunca más nos volveremos a
ver?
—¿Por qué? (preguntó Vera).
—Y, porque cada uno va a estar haciendo
algo diferente... Alma, en un laboratorio; Vera, en una selva; Arno, en un
circo; yo, jugando al fútbol...
—... sí, encima de un barco (lo
interrumpió Frin).
—Pero podemos encontrarnos a comer (dijo
Arno).
—... Ah, eso sí (reconoció Lynko). Se
quedaron callados por un momento, y Alma preguntó.
—¿Y vos, Frin? ¿Qué vas a hacer?
—(Sintió que se trababa)... no sé.
—Algo te gustará (Lynko).
—... No, les juro que no sé.
—¿Y qué sabes hacer? (Vera).
—... (¿ir en bicicleta?, se
preguntó Frin). Pero Alma se acordó de esa vez que entró a la casa de Frin, y
dijo:
—Sabe leer.
—¡Buenísimo, léenos algo! (Lynko).
—Nada que ver (se defendió él,
sonrojado).
—Sí, es cierto (Alma).
—No, pero eso no es una profesión.
—¡Que nos lea algo! ¡Que nos lea algo!
Frin intentó resistirse, pero Vera y Arno también se lo pidieron. Fue hasta su
mochila, sacó el libro. Lo frotó contra su pantalón para quitarle la manteca
con la que se había ensuciado. Nervioso, con un nudo en la garganta, preguntó:
—¿Qué les leo?
—Cualquier cosa (Vera).
—Sí, pero parate ahí enfrente, como en
un teatro (pidió Lynko y se sentó cerca de Vera).
Frin se incorporó lentamente, se alejó
un poco. Abrió el libro y comenzó a leer: ¡Ay, qué trabajo me cuesta
quererte como te quiero! Eran como las cinco de la tarde, el sol ya no daba
tan fuerte y en el monte había un gran silencio. Estaban lejos del pueblo y de
cualquier parte. Sólo se escuchaba la voz de Frin leyendo: Morena de luna llena
¿qué quieres de mi deseo? Lo oían un fabricante de barcos y famoso
futbolista; una física y matemática; un acróbata de circo; y una bióloga.
16
En
algún momento de la tarde decidieron emprender el regreso. —Tengo una idea
(dijo Arno), vamos a escribir nuestros nombres en un árbol. —¡Ay, sí! Me
encanta (Alma). ¿Por qué no se me ocurren esas cosas a mí?, pensó Frin.
Buscaron el árbol más grande. Lynko sacó una navaja de campamento que su papá
le había traído de un viaje. Estaba por empezar a escribir su nombre, pero se
detuvo. —Hagamos otra cosa (le alcanzó la navaja a Vera), mejor que cada uno
escriba el nombre de otro, no el suyo. Vera tomó la navaja. Se quedó mirando el
árbol, callada. —¿Qué esperás? (la apuró Alma). Vera no contestó, se acercó al
árbol y, cuidadosamente, comenzó a tallar una raya derecha. Alma no va a
ser, ni Arno... a menos que sea una "A" cuadrada, pensaba Frin, ¿va a
tallar una "F"? ¿Qué hago si talla una "F" ?... después voy
a tener que escribir su nombre... pero entonces Alma va a pensar que me gusta
Vera... qué lío. Pero en vez de hacer otra rayita arriba, que podría haber
sido de una "F" o de una "A" cuadrada, siguió con una
rayita debajo. Una "L", sin duda. Nadie dijo nada. Ella continuó. Sin
apurarse. Lynko sintió que una vergüenza le corría por todo el cuerpo. Como no
quería que nadie se diera cuenta de lo que le pasaba, apretó la mandíbula. Pero
eso sólo hizo que se pusiera colorado, y con la cara dura. Nadie lo estaba
mirando, de todos modos. Porque eso que Vera estaba haciendo no estaba dirigido
a Lynko solamente, aunque fuera para él solo. Era algo que a todos los ponía
colorados. Esas pequeñísimas rayas en el árbol eran como una gran raya en el
suelo, o en sus vidas. Al que le tocara después iba a tener que decidir si ponía
cualquier nombre o el que más le importaba. Vera seguía con la "Y".
Ya no iba a ser lo mismo. Vera tallaba despacio. Ella sabía qué estaba
haciendo. Frin no hizo un chiste. Arno no hizo un comentario de otro planeta.
Todos estaban atrapados, fascinados por esas pequeñas rayitas que avanzaban
trabajosamente en la corteza del árbol. Cuanto más duro fuera el árbol, más
para siempre era eso que escribían.
Vera acabó con la
"O". Sopló la corteza para quitar las astillas que estaban sueltas.
Miró el nombre con las letras desparejas. Lynko creyó
que le iba a regresar la navaja; pero no, eso casi hubiera sido obligarlo, y
Vera no quería que escribiera el suyo por obligación. Le dio la navaja a Arno.
Frin sintió un frío en el estómago. Arno comenzó a tallar una "A".
Frin sintió una mezcla de enojo y frustración. Pero no dijo nada.
No es seguro que se
hubiera atrevido a tallar el nombre de Alma; pero Arno lo estaba haciendo y él
sentía que la había perdido para siempre.
Arno terminó y le dio la navaja a Lynko. Vera no se
dio vuelta a mirarlo, siguió mirando hacia el árbol, como si no le importara lo
que fuera a pasar. Apoyó una mano en el árbol y, al lado de su nombre, rayó
rápidamente el nombre de Vera. Para que no quedaran dudas de su decisión. Luego
regresó a la "V", y comenzó a tallarla. Terminó de hacerlo, raspó un
poco con la navaja y sopló él también, para dejarlo más prolijo. Se dio vuelta,
miró hacia Alma y Frin. Dudó un instante. Luego avanzó en dirección de Alma y
le dio la navaja. Ella la tomó y se acercó al árbol. Lo miró buscando un lugar
que le gustara. Frin sentía una mezcla de tristeza y alivio. Tristeza porque se
iba a confirmar que era novia de Arno. Y alivio porque así él se convencería de
una buena vez y dejaría de hacerse ilusiones. ¿O acaso ella misma no se lo
había dicho la vez del cementerio viejo? ¿Para qué había seguido pensando
estupideces? Alma iba a escribir el nombre de Arno, y si a él le daba por
ponerse a soñar como un idiota podía venir a leer el árbol. Y listo. Le podría
sacar una foto al árbol, y pegarla en la puerta de su cuarto o cocinarla en
agua y tragársela en una sopa. Sintió que este picnic había empezado mal desde
la mañana. ¿Por qué ni se le ocurrió quedarse? Se habría evitado todo esto. ¿O
cómo se pensaba él que iban a ser las cosas? Se enojó consigo mismo porque
desde que Vera dijo que había invitado a Arno, él sabía. Perfectamente sabía.
Alma estiró un poco su brazo y, arriba de los otros nombres, trazó una "F".
Frin se quedó helado. Una "F". De aquí a la China, una
"F". Sin mover la cabeza, miró de reojo a Arno, ¿qué iba a decir?
Pero Arno observaba cómo tallaba Alma, con la misma cara de estar contando
meteoritos de siempre. Una efe. Una efe. Una efe. Mi efe... mi efe... mi
erre. Alma terminó de escribir "Frin". También sopló y le pasó la
mano, quitando las astillas al nombre de Frin. Se alejó un poco, miró cómo
había quedado. Se dio vuelta y, tímidamente, le dio la navaja a Frin. Él la
tomó. Se acercó al árbol, leyó, se dio vuelta y preguntó: —¿Se puede repetir un
nombre? Silencio. —No, porque faltaría uno, y tienen que estar todos (Lynko).
No le quedó más remedio que tallar Arno en el árbol. De todas maneras,
el nombre de Alma ya lo tenía en su corazón. Desde hacía tanto. Terminó y se
puso al lado de todos a mirar el árbol que de ahora en más... El primer árbol.
Buscaron sus bicicletas, recogieron las cosas en silencio y salieron caminando
del monte.
Sea porque Vera y Lynko
comenzaron a caminar más despacio, o porque ellos tres iban
más rápido, Alma, Arno y Frin se fueron adelantando. Cuando terminaron de salir
del monte, Frin miró si se habían retrasado mucho; pero volvió a dar vuelta la
cabeza como un rayo. Es que Lynko y Vera venían caminando de la mano. —Vamos.
Dijo Frin, sin subirse a la bicicleta. Podían seguir a pie por el camino. A fin
de cuentas no había empezado a oscurecer, y así ellos podrían seguir de la
mano. Visto desde el aire, o si con una cámara muy poderosa se hubiera tomado
una foto desde un satélite, se habría visto a cinco chicos caminando por un
camino viejo. Llevando sus bicicletas con una mano. Tres adelante. Dos, más
atrás. En la Tierra que, como todos sabemos, va muy rápido en el espacio. Con
ellos caminando de regreso a sus casas.
Profesora Aqui estan las preguntas del equipo seis del segundo E
ResponderEliminar1. ¿Qué recuerda de su etapa de estudiante?
2. ¿Cuál fue el motivo para que decidiera estudiar esta profesión?
3. ¿Para usted qué es la informática?
4. ¿Cuál fue su mayor dificultad en esta ciencia?
5. ¿Cómo es su forma de dar clase?
6. ¿Se ha logrado adaptar a las nuevas innovaciones de la informática?
7. ¿Cuáles son las funciones principales de un computador?
8. ¿Cuál es la función de los bytes?
9. ¿Cuántos años requiere estudiar para esta profesión?
10. ¿Qué disfruta más de su trabajo?
11. ¿Ha existido algún estudiante que le haya dejado huella por algún motivo?
12. ¿Qué mensaje les daría a las personas que quieren estudiar esta ciencia?
Profesora Aqui estan las preguntas del equipo seis del segundo E
ResponderEliminar1. ¿Qué recuerda de su etapa de estudiante?
2. ¿Cuál fue el motivo para que decidiera estudiar esta profesión?
3. ¿Para usted qué es la informática?
4. ¿Cuál fue su mayor dificultad en esta ciencia?
5. ¿Cómo es su forma de dar clase?
6. ¿Se ha logrado adaptar a las nuevas innovaciones de la informática?
7. ¿Cuáles son las funciones principales de un computador?
8. ¿Cuál es la función de los bytes?
9. ¿Cuántos años requiere estudiar para esta profesión?
10. ¿Qué disfruta más de su trabajo?
11. ¿Ha existido algún estudiante que le haya dejado huella por algún motivo?
12. ¿Qué mensaje les daría a las personas que quieren estudiar esta ciencia?
esta super mal
Eliminarun desastre
ResponderEliminarun desastre tu vieja
EliminarUnknown un desastre tu vieja
ResponderEliminarbu idiota
ResponderEliminarPuto
ResponderEliminarpvto el q lo leaaaa
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