24
—¡La culpa fue tuya! (le dijo
Fede a Lynko).
—¿i…!? ¿¡Y por qué va a ser
mía!? (preguntó Lynko, riéndose).
—¡Él no tiene nada que ver!
(Vera).
—¡Ay,
sí! ¡Su noviecita lo defiende! (dijo otro, burlándose).
—¡Cerrá
la boca! (dijo Lynko, serio).
—¡Sí
es tuya, nene! ¡Porque vos sos muy amigo de Frin, y entonces tendrías que
saber! (otra compañera).
—¡Si
a mí tampoco me dijo nada! (Lynko, riéndose).
—¡Sí,
seguro que te contó, y como son muy amiguitos no nos dijiste! (otro).
—¿¡Son
tarados, ustedes!? ¿¡No ven que si no avisó es porque quería ir solo!? (Vera).
Lynko se atacaba de la risa por este lío.
—¡¡¡SI
SE RÍE ES PORQUE SABÍA!!! (gritó otra chica). En ese momento se cortó la
discusión porque entró el papá de Frin al patio. Justo cuando Lynko se reía,
pero no porque supiera, sino porque se había dado cuenta del plan de Frin, y se
le hacía buenísima la manera en que se había escapado de todos. Lo que ocurrió
fue que los del grado se encontraron en la terminal de ómnibus, a las tres,
como había dicho Frin. Pero él no estaba. Ya va a llegar, dijo uno. Se
quedaron esperando. Como tardaba en venir, no faltaron los que sacaron sus
sandwiches y se los comieron ahí mismo. Frin no aparecía, a Lynko se le
ocurrió ir a ver los horarios de ómnibus a Nulda y ahí se dio cuenta de que a
las tres no salía ninguno.
—¿Se habrá equivocado? (Arno).
—No creo, porque el próximo
sale a las cinco... es mucha diferencia (Vera).
—¿Qué hacemos? (Arno, perdido
con su cara de perdido).
—Y, vamos a buscarlo a su casa,
¿no?, para ver por qué no vino... (Fede). Algo le hizo sospechar a Vera que ésa
no era una buena idea:
—Mmm... mejor vamos a mi
casa... y...
—¿¡Para qué!? (preguntó otra
compañera).
—...
y después lo llamamos por teléfono, más tarde... (terminó de inventar, Vera).
—¡Ay,
nada que ver! Tiene razón Fede, vamos a su casa. Como Vera tampoco entendía qué
estaba pasando, no opuso más resistencia. Así es que fue todo el grupo, como
turistas que perdieron el avión, caminando hasta casa de Frin. Tocaron timbre.
Asomó la mamá.
—¿Sí?
—Hola,
señora, ¿está Frin? —Hola, Fede, ¿no está jugando con ustedes? Vera quiso
hablar porque se dio cuenta del lío que se iba a armar; pero Federico le ganó
de mano. —No, lo que pasa es que quedamos de ir juntos a Nulda, pero él se equivocó
y a las tres no salían ómnibus. —¿¡Cómo que ir juntos a Nulda!? (preguntó la
mamá).
—No, señora, dijimos que a lo mejor, no era
seguro (quiso disimular Vera).
—¡Mentira,
nena! (la callaron entre todos). ¡No seas mentirosa!
—¿¡Y
qué iban a hacer a Nulda!?
—A
visitar a Alma, señora, ¿no le dijo Frin? (Fede). Adentro de su cabeza se hizo
como un chispazo. Frin se había ido sin permiso.
—A
ver, pasen al patio, chicos. Les dijo, y corrió hacia el teléfono. Llamó al
club para buscar al papá de Frin. Cuando lo encontraron y le contaron, el papá
regresó volando. Les hicieron mil preguntas a los compañeros de grado, pero
ellos contestaban cualquier cosa, porque no sabían nada, y porque se estaban
echando la culpa unos a otros. Algunos porque Lynko tendría que haber sabido,
otros porque al venir así es como si lo hubieran acusado a Frin, otros por
quién sabe, y otros por las ganas. Aquello era un hervidero de
la-culpa-es-tuya-no-tarado-la-culpa-es-tuya. El papá salió corriendo hacia la
librería. Estaba cerrada, tocó en la casa. A Elvio se le hizo muy probable que
Frin se hubiera ido a Nulda a visitar a Alma, pero lo tomaba con calma y risa.
—Son
cosas de muchachos, qué peligro va a haber.
—Muchas
gracias, Elvio (lo cortó secamente el papá, y se dio vuelta).
—Espérese,
espérese... a ver... déme media hora y lo llamo para darle el número de
teléfono de los abuelos. —¿Lo tiene? (preguntó afligido el papá).
—Se
lo puedo averiguar, déme media hora. El papá agradeció y regresó a la casa
rápido para contarle a la mamá de Frin. Y fue en ese momento que abrió la
puerta del patio y encontró a los compañeros de Frin discutiendo.
—...
pero ¿¡son tarados, ustedes!? ¿¡No ven que si no le avisó a nadie es porque
quería ir solo!? (Vera). Lynko se mataba de la risa de todo este lío que se
había armado.
—¡Ves!
(gritó otra niña, furiosa). ¡¡¡SI SE RÍE ES PORQUE SABÍA!!!
La
mamá estaba tratando de calmarlos y aprovechó el silencio para preguntar.
—¿Averiguaste
algo?
—En media hora Elvio nos consigue el teléfono
de los abuelos de Alma.
—¿¡En media hora!? (se quejó impotente la
mamá).
—¡Ven,
tarados! ¡Ahora por culpa de ustedes los papás de Frin están asustados! (gritó
Vera).
—¡Ah!
¿¡Y qué querías que hiciéramos, eh!? Le contestó otra compañera, en medio de
las protestas y acusaciones de todos contra todos que se habían vuelto a
desatar. Y esta vez los hizo callar el timbre del teléfono.
—¿Ves
que no hubo que esperar tanto? Ya lo consiguió. La mamá corrió a atender.
—Hola...
(se oyó una voz grave), habla el abuelo de Alma...
—¡Sí,
soy la mamá de Frin, dígame!
—Ah,
mucho gusto, señora; mire, no se asuste, Frin está acá al lado mío, está
perfectamente bien, ahora se lo paso... La mamá sintió que le volvía el aire al
cuerpo. Del otro lado el teléfono cambiaba de manos.
—...
hola... ¿mami?
—¡Frin, por favor, hijo! ¿¡Qué
hiciste!?
—... vine a visitar a Alma,
mami.
—¿¡Pero cómo te vas a ir así!?
¡Sin permiso, sin avisar!
—... perdón, mamá.
—¿¡Cómo no nos dijiste nada!?
—... (porque no me hubieran
dejado, pero como que no era momento para ese comentario). El papá pidió el
teléfono.
—Hola, ¿Frin? Dijo muy serio,
pero del otro lado también había cambiado de manos el teléfono y volvió a sonar
el abuelo.
—¿Hola? ¿Es el papá de Frin?
—Sí.
—Mucho gusto, soy Remo, el
abuelo de Alma... miren, Frin está acá en casa, lo más bien, no se asusten.
—Muchas gracias... y disculpe
toda esta molestia...
—No es ninguna molestia y...
—... yo ahora pido el auto a un
vecino y lo vamos a buscar inmediatamente.
—... no, mire, el problema es
que cortaron la ruta...
—¿¡Cómo!?
—El molino harinero de Nulda
amenaza con cerrar, entonces los obreros se declararon en huelga y tomaron la
ruta hacia los dos lados; yo no les recomiendo que intenten cruzar.
—¿Y cómo vamos a hacer?
(preguntó el papá desorientado).
—Por eso, ustedes no se
preocupen... Frin está en casa, seguro... vamos a averiguar cómo está la
situación.
—Pero ¿Nulda está aislada,
entonces? (el papá).
—Completamente...
no creo que dure mucho, alguna solución tendrá esto; por eso yo digo que mejor
Frin se queda a dormir acá, tranquilo, y capaz que mañana ya se arregló todo.
El
papá volvió a agradecer, no sólo por lo que ofrecía el abuelo, sino por la
calma que le transmitía, y pidió hablar con Frin. Se lo pasaron, y muy serio le
recomendó que le hiciera caso a los abuelos y que se portara bien. Ellos lo
irían a buscar cuanto antes. No lo iba a retar delante de los compañeros del
curso, ni delante del abuelo; pero habló tan serio que era casi lo mismo. La
mamá pidió el teléfono y le dijo algo parecido. Colgaron. Colgaron. Colgaron.
Se
hizo un largo silencio a los dos lados de esa llamada. Los papás explicaron lo
que estaba pasando.
—¡Buenísimo!
¡Vamos a la ruta a ver! (dijo Fede entusiasmado, pero todos lo miraron muy
serios).
Volvieron
a sus casas, y el papá se cruzó a lo de un vecino, que ya había oído lo de la
huelga. Fueron hasta la ruta pero no dejaban pasar. Había una larga fila de
autos que hacían maniobras para regresar. Más adelante, una negra y densa
columna de humo salía de unas gomas quemadas que cruzaban todo el camino. La
nube subía alta, alta. En casa de los abuelos, encendieron la radio, para
seguir las noticias. Había sólo dos cuartos, el de los abuelos y otro en el que
estaba Alma. La abuela le indicó que él dormiría en el sillón grande que había
en la sala. Frin les pidió disculpas por estas molestias. El abuelo sonrió y le
acarició la cabeza. Alma estaba callada, acomodándose a la situación. El
problema era que ella, en la terminal, había contestado esas preguntas porque
Frin se estaba yendo, no porque se estaba quedando. Por una parte se sentía
incómoda porque él iba a estar demasiado cerca; pero también estaba contenta. Y
lo que es peor, por lo mismo. Después de cenar salieron con sillas a sentarse
en la vereda.
—¡Abuela!,
¿por qué no le contás lo de la casa del campo? (se acordó Alma).
—No, no, no... —Después van a
soñar (dijo el abuelo).
—¡Es del cementerio viejo,
Frin! ¿Te acordás que te dije que ella sabe algo? Antes no estaba ahí (giró
hacia la abuela) ¡Dale, por favor, contale!
—No (dijo ella)... no estuvo
siempre... Negrito se acomodó como para dormir en las piernas de Frin. La calle
estaba tranquila no pasaba ningún auto. La abuela no se veía, sólo su silueta,
contra la luz de un foco que estaba en la esquina, a media cuadra.
—Ahí
antes era campo... un desierto, no había carreteras, ni trenes... ahí había una
casa de una gente muy muy pobre. Era una familia joven, el papá, la mamá y un
bebé... no hablaban con nadie, no se mezclaban, no venían a la fiesta del
pueblo, no se los veía en misa... pero eran trabajadores. Buena gente, pero que
hacían su vida. Una vez, estaban trabajando en unas máquinas muy grandes, a
vapor... parece que no se dieron cuenta de que la máquina estaba levantando
demasiada presión... querían terminar rápido porque se venía una tormenta,
entonces el jefe mandó a decirle al muchacho este, el papá, que le pusiera más
carbón... y él, que no sabía de esas máquinas, no se fijó en la aguja de la
presión... cargó su pala, y la máquina explotó... como una bomba... cuando le
dieron la noticia a la señora, juntó sus chucherías, le prendió fuego a la
casa, y se fue... pasaron los años y un día se vio que ahí vivía alguien.
—¿Quién? (Frin).
—Decían
que era el fantasma del papá... otros, que era el hijo de ellos, que había
vuelto... yo creo que debe haber sido algún vagabundo, pero lo que contaban es
que si uno quería entrar a lo que había quedado de la casa, llovían piedras en
el techo... se sentían los golpes, toc, toc, toc, de las piedras.
—¿Era
el señor que las tiraba? (Frin).
—Nadie
las tiraba, caían del cielo... entonces, los del pueblo dijeron que ahí había
que hacer un cementerio. —¿Y qué pasó con el señor que vivía en la casa?
(Frin). —Siguió viviendo en el cementerio (el abuelo).
—¿Te
acordás de que nosotros vimos algo? (le recordó Alma a Frin).
—No
puede ser el mismo (dijo la abuela), esto pasó hace mucho... tendría más de
cien años si viviera.
—Hay
gente que tiene más de cien años (Alma). Levantaron las sillas y se fueron a
dormir. Los abuelos a su cuarto. Alma al suyo. Frin al sillón. Negrito, encima
de Frin, que seguía con los ojos abiertos, en la oscuridad. Qué día más
largo...
25 Frin
abrió los ojos. Vio una pared que nunca había visto. Se sintió raro despertando
en esta sala en la que había pasado su primera noche fuera de casa. Se acordó
de todo lo que viajaba el papá de Lynko. ¿Será así despertarse en distintos
hoteles? La luz daba en las cortinas encendidas y se oían ruidos en la
cocina. Eran los abuelos que hablaban en voz baja para no despertarlos. Frin
miró la pintura vieja de la pared. Al lado de ésta, su casa parecía tan linda
como la de Lynko. Al lado de la casa de Lynko, se parecía más a ésta. Extrañaba
su casa. ¿Será que iba a poder volver hoy, como decía el abuelo? ¿Será así
despertarse en hoteles? No, no debía ser así, porque Negrito venía
caminando por su espalda, moviendo la cola. Cerró los ojos para hacerse el
dormido, y enseguida sintió el hocico olfateándole la oreja. Se hundió en las
sábanas. —Negrito, por la oreja no se sabe si la gente está despierta. Negrito
lo ladró. —Ah, ¿ya estás despierto? Arriba, vamos, a desayunar (se asomó el
abuelo). Frin fue a la cocina, la radio estaba puesta muy bajita, y daba las
noticias. Saludó a los abuelos con un beso, a Alma, le dijo hola. —Parece
que va para largo, eh... (le comentó el abuelo, señalando la radio), yo no sé,
no digo que no tengan razón, pero hacer este lío... dejar al pueblo
incomunicado, es una locura. * Después de desayunar, Frin y Alma salieron a caminar
con Negrito, que ya se creía de Nulda. Se les adelantaba y ladraba, pero no
porque hubiera visto un perro, sino así, por las dudas. Entrenaba el músculo de
ser valiente. Ellos evitaban lo que se habían dicho en la terminal. Por suerte
se encontraron con la señora Rosa, que cargaba un bolso y caminaba con
dificultad. Se le acercaron. —¡Hola, la parejita! ¿Cómo les va? —... (¿la
parejita?, pensó Frin, la vieja enloqueció otra vez). —¡Hola, Rosa!
(saludó Alma contenta), ¿te ayudamos? —Ay, sí, qué amores que son. Les dio la
bolsa y, como era su costumbre, no paró de hablarles. Les contó que su hija es
empleada del molino, y su yerno también. —O sea que si se quedan sin trabajo es
un desastre, un desastre, tiene dos hijitos... ay, yo no sé. Les llevaba
sandwiches y frutas. Frin se sorprendió. Él se había imaginado que los de la
huelga eran peligrosos, y resulta que aquí estaban acompañando a la señora
Rosa, con su paso rengo, a llevarle frutas a su hija. Se imaginó él mismo en
una huelga, pidiéndole a su mamá que le llevara sandwiches de tomate. Sus preferidos.
En
dirección de la ruta se veía una espesa columna de humo. Tan densa que subía
con esfuerzo. A medida que se acercaban se veía la hilera de gomas quemándose,
cruzada sobre la ruta. Ya no había autos a los dos lados, pero sí un revuelo de
gente. A Frin le hizo acordar una pintura, uno de esos cuadros de la revolución
que tenían en la escuela. Lleno de héroes y próceres después de alguna batalla de
cuando se fabricó la patria, como puso Fede en un examen. Sólo que éste era
más pobre, y no había tanta gente, ni soldados, ni una bandera; ni nadie miraba
al cielo y acá quemaban gomas, había perros jugando, y el avión pasaba
fumigando un campo cercano. Bueno, no; nada que ver con un cuadro de la
revolución, pero hacía acordar a uno. Negrito iba escondido tras los pasos de
Frin, que terminó por alzarlo con su mano libre. La señora Rosa seguía
avanzando como un barco roto y constante. Unos tipos se habían quitado las
camisas y se las habían atado en la cabeza. Tenían palos largos y estaban
acomodando las gomas para que se quemaran mejor. Otros dos conversaban y se
pasaban una botella de vino, sin parar de hablar; tomaban del pico. Unos chicos
corrían alrededor de una señora que los retaba, sin que le hicieran caso, y
ella seguía hablando con uno que también estaba con el torso desnudo: era muy
panzón, levantaba los hombros a cada rato y movía los brazos para cada palabra
que decía. Finalmente se acercó una muchacha joven y le dio un beso a Rosa. Ésa
era la hija, estaba embarazada. Apoyaron el bolso en el suelo. Uno vino a darle
un beso a Rosa. Era el marido de la hija. Otro de los sin camisa, no era
oficinista, hasta descalzo estaba. Tenía las manos sucias de carbón.
De
pronto se oyó una sirena que pedía paso; una ambulancia se acercaba a toda
velocidad. Se abandonaron las conversaciones. Los niños dejaron de jugar. A
pocos metros la ambulancia hizo chirriar sus gomas con una frenada. El chofer
se asomó por la ventanilla.
—¡Dejen
pasar! ¡Es una emergencia! Los de la barrera se apuraron a correr las gomas. El
chofer se puso nervioso e hizo sonar la sirena. Frin pensó que no había que
hacer eso, ya estaban corriendo todo, ¿para qué la sirena? Se le hizo
sospechoso. Él había visto muchas ambulancias en el hospital donde trabajaba su
papá, pero a ésta nunca. Se escabulló entre el grupo y consiguió mirar a través
de los vidrios. Había alguien acostado sobre la camilla. Eso lo había visto
muchas veces; pero éste tenía los zapatos puestos, que asomaban por debajo de
la sábana. El que parecía médico transpiraba nervioso. El chofer volvió a hacer
sonar la sirena. Frin quiso advertirle al yerno de Rosa; pero éste lo tomó y lo
alejó de la ambulancia, que pasó por el espacio que le abrieron.
—Es que...
—Espera, pibe.
—... había algo raro...
—Después, querido (lo calló el
yerno, y se fue a regresar las gomas a su lugar). La señora Rosa les dijo que
mejor se fueran a casa, porque ahí los ánimos estaban un poco caldeados. Se
alejaron caminando. Frin bajó a Negrito y le dijo a Alma:
—El médico tenía el
estetoscopio roto.
—¿Qué? (preguntó extrañada).
—El médico que estaba con el
paciente, tenía el estetoscopio colgando del cuello.
—Así lo usan, ¿no?
—Sí, pero estaba roto... le
faltaba la cosa esa que apoyan para oír: terminaba en el tubito nomás.
—¿Se le habrá roto en el apuro?
—No creo, y el paciente iba con
los zapatos puestos.
—¡Ay, Frin! ¡Mira en lo que te
fijaste en medio de todo eso!
A la tardecita Frin llamó a sus
padres. Antes de la cena encendieron el televisor. Mientras iban cambiando de
canales, Frin alcanzó a ver algo y dijo:
—¡Ése! ¡Vuelva a ése, Remo!
—No, no, no... yo tengo mi
programa.
—¡Por favor, Remo! ¡Alma,
estaba la ambulancia que vimos hoy! (Frin).
—... (el abuelo buscó el
canal).
—¡Alma! ¡Mira la ambulancia!
(exclamó Frin).
—¡Es cierto! ¡Es la que vimos!
(gritó ella). Explicaron agitadamente a los abuelos, mientras veían cómo el
periodista entrevistaba a un señor de saco.
—¡Es el gerente del molino!
(exclamó el abuelo, que dio un salto y subió el volumen). —... hoy tuve que
escapar, literalmente, escapar escondido...
—¡Viste, Alma, que no era un
paciente de verdad! (Frin).
—... escondido en esta
ambulancia porque mi vida corrió peligro... nos amenazaron, y no nos querían
dejar pasar. ¡Imagínese! ¡A una ambulancia!
—¡Qué
mentiroso! (Alma, indignada).
—...ese pueblito tendría que
estar agradecido por la fuente de trabajo, en vez de alterar el orden de esta
manera, y poner ellos mismos sus trabajos en peligro...
—¡Qué miserable! Quieren hacer
su negocio mandando el molino a la quiebra, y resulta que somos nosotros los
peligrosos. Exclamó enfurecido el abuelo, y ahí las noticias pasaron a otra
cosa.
—¡Viste que no era un médico de
verdad!
—¡Tenías razón! (Alma).
—¡Vamos a la ruta a avisarles!
(Frin).
—¡No, no, no, ustedes se quedan
acá! (el abuelo, nervioso).
—¡No, pero con ustedes, vamos
con ustedes!
—¡Sí, abuelo, hay que ir! ¡Ese
señor está mintiendo!
—¡Claro que está mintiendo! (el
abuelo indignado).
—¡Y seguro que va a seguir
mintiendo y van a cerrar el molino!
—Pero... ¿¡y qué podemos
hacer!?
Preguntó la abuela. Alma se
quedó pensando, y Frin propuso, tímidamente.
—... y, llamemos al canal.
—Eso sí. Aprobó la abuela. El
abuelo la miró muy serio, sopesando la idea. Miró a Frin, y dijo:
—Tenés razón. No podemos quedarnos de brazos
cruzados. Llamó al canal, lo pasaron con Noticias, y les explicó. Le
dijeron que iban a enviar unas cámaras. Eso lo tomó por sorpresa. Él sólo había
llamado para desenmascarar la mentira; pero ahora resulta que venían los de las
noticias. Cambiaba la situación. Colgó excitado. Les pidió que buscaran los
teléfonos de algunas radios, y llamó al intendente de Nulda para explicarle lo
sucedido y avisarle que iba a venir la televisión. Quedaron en reunirse
temprano en la mañana. Frin alzó al perro y le dijo:
—¡Negrito! ¡Va a venir la televisión! ¡Vas a
tener que transformarte, urgente!
Al otro día el intendente se
reunió con el abuelo y otras personas. Decidieron que todo el pueblo debía
apoyar a los de la huelga. Tenían que unirse, no podían permitir que mintieran
sobre lo que sucedía acá. Además, el molino era la principal fuente de trabajo,
sin ella peligraba Nulda. La radio local empezó a hacer correr la noticia, una
camioneta con un gran parlante encima, también; y el abuelo, cuando llegó a
casa, contó:
—A partir del mediodía se va a
hacer un cierre simbólico de todos los negocios, o sea que si hace falta algo
de comida, hay que apurarse. La abuela asentía con la cabeza, orgullosa.
—Se está pidiendo que esta
noche no se encienda ninguna luz. Vamos a hacer un apagón: en todo Nulda no
tiene que haber una sola luz prendida.
—¿Velas tampoco? (preguntó
Alma).
—Velas sí (contestó sonriendo el
abuelo), y a las nueve de la noche va a haber una marcha hacia la ruta, en
señal de apoyo.
—¿¡Nosotros también!? (Alma,
entusiasmada).
—No, ustedes se quedan (el
abuelo).
—Remo, no los vamos a dejar
solos en casa... (la abuela).
—(Pensó)... no, claro.
—... que vengan con nosotros.
Frin no lo podía creer; él había querido hacer un viaje de dos horitas nomás, y
ahora estaba como metido en un cuadro de la revolución. Se imaginó que venía un
pintor y que él miraba al cielo y sostenía una bandera, mientras Negrito le
mordía el tobillo al enemigo.
—Y vamos a pasar la noche allá
(terminó de decir el abuelo).
—¡¡¿¿En la ruta??!! (gritaron
entusiasmados Alma y Frin).
—... así que hay que abrigarse, niños, no quiero
resfriados. Frin trató de acordarse, ¿había visto en una de esas pinturas a
alguno resfriado? No. Muertos sí; pero resfriados no. Se acordó del cuadro que
había en la escuela y se imaginó en medio de los próceres nacionales, las
banderas, el humo y la gente mirando el cielo... y él sonándose la nariz. Nada
que ver, ni loco pensaba resfriarse.
26 Buscaron
ropa abrigada y rústica, porque iban a estar sentados en la ruta. Frin no tenía
otra ropa que la puesta, así que iría con un suéter que le prestaba Alma. El
abuelo se había ido a organizar la marcha. La abuela decía: —Organizar la
marcha... si en Nulda somos dos gatos locos. ¡Pero él quiere estar ahí! ¡No
se aguanta! (y se reía). —¡Abuela, estamos haciendo demasiado sandwiches!
(Alma). —Bueno, pero allá hay gente también, ¿no (contestó sonriendo). Se hizo
la tardecita y empezó a llegar la oscuridad sin nada que la empujara: no había
luces encendidas en Nulda. Salvo el hospital, todo brillaba de oscuro. La abuela
repasaba las provisiones, cuando llegó el abuelo. —¿Hace falta algo?
—Tranquilo, guerrero (respondió la abuela guiñándole un ojo a Alma y Frin), ya
está todo. A ver chicos ayúdenme: la bolsa con los sandwiches, los termos con
el café, servilletas... —... agua (repasó Alma). —... agua (repitió la abuela).
—... las frazadas (dijo Frin). —... las frazadas (repitió la abuela), las
velas... —¡El Negrito! (Frin). Se rieron los cuatro y Negrito debió haber
entendido que estaban ladrando porque él también ladró. Finalmente llegó la
noche. Con luz de estrellas y de velas. Silencio. Se oían todos los ruidos, las
pisadas, el tic tac de los relojes, una mano que se apoyaba en un mantel. A las
nueve fueron hasta la plaza. Había una multitud de gente: jóvenes, viejos, niños.
Todos con faroles y velas en las manos. Hasta ese momento, Alma y Frin estaban
divertidos como en una aventura. Se pusieron a hablar con otros niños. Pero
cuando empezó la marcha y se formó la columna de gente que, a paso lento,
bamboleando sus velas y sus faroles, se encaminó hacia la salida del pueblo,
Alma y Frin sintieron que estaban en algo grande. Los de la ruta los recibieron
con gritos, aplausos, toques de tambor, y ellos respondían, también, con
gritos, silbidos, levantando las velas y los faroles. Frin miró a Alma. Nunca
en mi vida viví algo así, le dijo él con los ojos. Yo tampoco, respondió
ella con su mirada. Los huelguistas se adelantaron y se fundieron en abrazos y
gritos invencibles. Eran lo más grande, lo más grande del mundo.
La multitud se acercó a las
llamas, se hizo una rueda con faroles y velas. Se acomodaron juntos, familias y
amigos. Gritaban y hablaban en voz alta o se reían. Negrito ladraba a unos
perros que ni le hacían caso, y se asustó cuando uno se acercó a olerlo. Como a
la hora llegó un periodista y sacó fotos. Más tarde todavía, una radio
entrevistó al intendente, que estaba con su familia. Algunos ya habían empezado
a cenar. Alma y Frin mordieron sus sandwiches como si fueran los primeros de
sus vidas. El abuelo destapó su botella y le ofreció a un viejo amigo, que
también llevaba la suya. La abuela acomodó más sandwiches encima del mantel.
Fueron pasando las horas, y poco a poco iban llegando más periodistas; los de
la televisión, no. Negrito mordía un hueso. Alma y Frin ya se habían hecho
varios amigos y los dejaron acomodar el fuego con los palos.
—¿No tienen sueño, ustedes?
(les preguntó la abuela, cuando los vio pasar).
—No, nada. Respondió Alma, y
siguieron camino. El abuelo ya estaba bastante alegre y cantaba abrazado a
otros señores. La abuela comentó, divertida:
—Se hizo tenor.
—Vamos a caminar (dijo Alma a
Frin). Fueron hasta la barrera de gomas quemándose. Se acercaron tres niños a
invitarlos a caminar. Partieron los cinco hasta la entrada de un camino entre
dos campos, lejos de las luces. Alma se acordó de la vez que fueron al
cementerio viejo y se lo contó a los demás, agregando la historia de la abuela.
Discutieron sobre si ese hombre podía vivir todavía o no, hasta que los demás
medio se asustaron y se fueron.
La
noche era tan oscura y limpia y cargada de estrellas, que no sólo se veía el
cielo, sino que se sentía el espacio. Con sus soles, cometas y planetas
invisibles. Y que la Tierra es un astronauta flotando.
—Parece un cielo dibujado por
Vera (dijo Frin susurrando).
—Es cierto... ¿viste allá?
(Alma).
—¿Qué cosa?
—Ésa que parece una estrella,
pero se mueve (Alma, bisbisando).
—... no, no me doy cuenta
cuál... (Frin, inclinándose hacia Alma, para ver lo que ella veía). —... ésa
(inclinó su cabeza hacia Frin, sin dejar de mirar el cielo), ésa... ¿ves?
—Sí (Frin, sin regresar a su
lugar, inclinado)... sí, es un satélite.
—Sí (sin alejarse de él).
Se quedaron como dos ramas,
apoyadas una en la otra. Callados.
—¿Oís? (musitó Frin).
—...
¿qué cosa?
—...
(Frin hizo una seña con la mano, abarcándolo todo).
—...
(Alma asintió callada, con los ojos abiertos). Era el silencio que bajaba con
todos sus caballos, como juguetes de vidrio con agua adentro y era el silencio
que bajaba con sus caballos, como esos juguetes de vidrio, como el silencio con
sus caballos blancos y oscuros, y esos juguetes con agua adentro, que cuando se
dan vuelta cae la nieve. Así caían los caballos del silencio, rodeando la luz
en que flotaba la noche.
Y
era la noche que se caía como en esos juguetes de vidrio con agua adentro y
copos blancos como de nieve que caen blancos y oscuros, y todo tan quieto y tan
lento y era la noche y eran los copos y alguna mano más grande que el mundo que
estaría dando vueltas su juguete de vidrio con agua adentro para ver cómo caen
los copos de los caballos blancos y oscuros del silencio.
Y
cuando los copos llenaban el campo, la mano daba vuelta al juguete y subían; y
era la mano que otra vez daba vuelta al juguete de vidrio con agua adentro para
que los copos suban con los caballos del silencio y la luz blanca de la Luna
que mira al gigante que juega para que Frin y Alma vuelvan a ver cómo caen los
copos blancos y oscuros y es la cabeza de Alma que apenas se cansa, que se
cansa un poco y descansa apenas descansa de que se cansa un poco en el hombro
de Frin, y es el hombro de Frin que como dos ramas apoyadas una en la otra
descansa un poco, apenas, en la cabeza de Alma.
Y
los copos volvieron a bajar y los rodearon de espirales blancos en el blanco o
negros en el negro, y Frin pasó su brazo por el hombro de Alma. Y ella, como si
hubiera esperado ese gesto desde toda la vida, desde que era bebé y estaba como
esos juguetes de vidrio con agua adentro, que cuando se dan vuelta cae la
nieve, se aflojó en el brazo de Frin. Mirando los copos blancos de los caballos
del silencio del cielo dibujado por Vera se quedaron un millón de para
siempres. Cuatro millones de ondulomil de mil millones de infinitos. Frin quiso
mirarla, corrió su brazo y levantó despacio su cabeza. Se dio vuelta hacia
ella. Alma también quiso mirarlo. Se quedaron. Ojos muy cerca de los ojos de
cascabelito lindo. Muy cerca de la nariz que está cerca de la nariz de los ojos
de cascabelito cascabelito lindo. No fue que Alma se acercó, sino que algo
profundo y sencillo se le aflojó adentro. Frin se inclinó hacia adelante y
cerró los ojos. Alma cerró los ojos y se inclinó. Frin sintió, delicadamente,
los labios de Alma con sus labios. Primero Frin sintió, delicadamente, los
labios de Alma con sus labios. Luego, Frin sintió a Alma con sus labios, y Alma
sintió a Frin con los suyos. Y eso era un beso.
27
Frin
soñaba con un ruido un ruido de motor, hasta que se fue despertando, entreabrió
los ojos y vio que era el ruido del avión que fumigaba un campo. Ya era la
mañana. El avión hacía una picada, volaba al ras, soltaba su llovizna, y
remontaba altura cerca de una hilera de árboles. Frin se refregó los ojos con
la mano. Estaba un poco fresco. Se acordó de que habían venido a recostarse
cerca de los abuelos, y ahora veía que ella los había cubierto con la misma
frazada. El abuelo dormía profundamente del otro lado. Se sentó. Saludó a la
abuela, que le ofreció un poco de café con leche. Alma seguía dormida, apoyaba
su cabeza en el regazo de la abuela. Negrito se había hecho un bollo debajo de
un brazo del abuelo.
—¿Qué
hora es? (Frin).
—Deben
ser las seis... (le contestó). Se dejó caer sobre la frazada, ¿las seis?, nunca
se levantaba tan temprano. La abuela le alcanzó la taza de café con leche. Se
sentó y tomó el primer sorbo mirando hacia la barrera. Por todas partes había
gente durmiendo. Algunos de los sin camisa estaban hablando con los
periodistas. Del otro lado de la barrera vio un camión grande. Tenía las letras
del canal de televisión. O sea que sí, habían venido. Fue hasta donde había más
movimiento. De algunas radios estaban entrevistando, unos al intendente, otros
a los obreros del molino. Los del canal acababan de llegar y preparaban sus
cámaras, llenando todo con sus cables. Algunos sin camisa corrían las gomas con
sus palos, para hacer un pasadizo. Frin regresó donde estaba la abuela. Negrito
salió a su encuentro. Lo alzó en brazos. El abuelo ya estaba sentado; tomaba
una taza de café. Alma bostezaba. Les contó que los de la televisión ya habían
llegado; entonces el abuelo se incorporó rápido, se acomodó el pelo con las
manos y fue con la taza hacia la barrera.
—¿Vamos
a casa? (Alma).
—Esperamos
que hagan la nota, ¿no? (la abuela). Los de la televisión no tenían tiempo de
grabar, y enviar el video: iban a transmitir directamente. Saldrían al aire en
vivo, en el noticiero de la mañana. Eso les contó el abuelo.
—...
tres minutos. —¿¡Nada más!? (exclamó Frin).
—Así
es esto (comentó el abuelo, desencantado).
Los
encargados de producción del canal caminaban agitados, gritándose y dándole
órdenes a la gente.
—¡Cuando
se acerque la cámara no saluden! ¡Si les hacen una pregunta tienen que
contestarla muy rápido! ¡Tenemos dos minutos solamente! ¡Dos minutos, atención!
—¿Dos
minutos? (Frin, miró al abuelo). Uno del canal se acercaba a ellos, y le gritó
a otro que estaba lejos: —¡Acá está el chico que no puede regresar con sus padres!
Frin sintió un frío en el estómago, miró a Alma. Ella abrió los ojos y la boca.
El de producción lo despeinó.—Pibe, desarreglate un poco (se fue). —¿Por qué?
(protestó Frin, mientras se volvía a peinar). ¡¿Qué le pasa a éste?!
—Para impresionar a la audiencia, Frin (Alma,
echándose hacia atrás, como si se clavara un puñal en el pecho). Se rieron
todos. Pero los del canal ya estaban otra vez a los gritos. Que nadie se
moviera. En cinco minutos estamos en el aire. Saquen esa comida de ahí. —¡Qué
prepotentes son! ¿No, abuela? (Alma). —Se creen héroes (Frin). Encendieron unas
luces blancas. Dos tipos cargaron sus cámaras al hombro. Frin vio cómo una
maquilladora le ponía polvo al reportero, otra lo peinaba, y él, con su cara de
vaca aburrida. —¡Frin! ¡Despeinate! (Alma, entre nerviosa y divertida). —¡No!
¡Sangre! ¡Ellos quieren sangre! (se rieron). ¡Mordeme, Negrito! ¡Arrancame un
pedazo! Vio que uno de producción le hacía señas de que se callara. La
transmisión había empezado. Se dirigían hacia él. Sin que se diera cuenta, otro
de producción había venido sigilosamente por detrás. Lo despeinó, le desarregló
el pulóver, y quiso desatarle las zapatillas. Frin se volvió a acomodar todo,
el tipo le mostró los dientes furioso: ¿Qué le pasa a este chico? Pero
se tuvo que retirar porque las cámaras ya estaban ahí, y el reportero venía
diciendo: —... incluso tenemos el caso de un niño que no puede regresar con sus
padres, decinos tu nombre, querido (hizo como que le acariciaba la cabeza, pero
lo despeinó). —... Frin (se acomodó el pelo, confundido). —Esta pobre criatura,
señores (decía a la cámara con tono melodramático), quedó atrapado, señores,
a-tra-pa-do... ¿Atrapado?, nada que ver... pensó Frin. —... apresado de
este lado de la barrera de los huelguistas, decinos, Rin... —Me llamo Frin (lo
corrigió). —(Niño idiota). Sí, mi amor, extrañás a tu familia, ¿verdad?
¿Estás asustado? —(¿Qué le pasa a éste?, ¿por qué pierde tiempo conmigo?)...
no, estoy aquí con mis amigos. —(Maldito niño). Claro, mi amor,
claro, te habrás hecho amigos, digo... pero estarás angustiado, desesperado,
¿verdad? —No, los que están asustados son ellos, porque pierden su trabajo. Al
reportero le apareció un tic nervioso en un ojo, maldito niño. Frin
estaba cada vez más nervioso: no le gustaba esa presión sobre él, las cámaras,
y que lo rodeara la gente. El reportero quería salvar la nota e insistió,
simulando que era amable, pero poniendo la voz más tensa, y eso le ponía peor
el ojo del tic.
—Claro, pero decime, criatura...—... (Frin le miraba
el ojo del tic, porque parecía que transmitía en clave morse). —... ¿te parece
peor que estos vándalos corten una ruta nacional? —¿Cómo? (ni siquiera
pregunta bien). —... claro y que vos estés separado de tus padres,
perdiendo días de escuela (irritado). —Yo... yo puedo perder unos días de
escuela... pero la escuela ahí está y vuelvo; si ellos se quedan sin trabajo es
peor, ¿no? Frin notó que su respuesta no le agradó al reportero, y se puso más
nervioso. Todos lo miraban, y uno de producción le hizo señas de que se apurara
a hablar, y otro le hacía señas de que se despeinara. Entonces se puso peor,
miró al reportero y soltó lo primero que le vino a la cabeza: —Imagínese que a
usted lo echen del noticiero... Se hizo un terrible silencio en el ambiente,
que duró menos de un segundo, pero en el que todo quedó suspendido de un hilo.
—... ¿co... c... cómo? (balbuceó el reportero). —... imagínese que a usted lo
echen, que lo despidan del noticiero, ¿qué haría? Como si toda la gente se
hubiera puesto de acuerdo, estallaron en un grito festejando la ocurrencia de
Frin. Los camarógrafos tenían la orden de cerrar la nota enfocando al
reportero; pero el grito de la gente fue como una explosión. Como el estallido
de una tribuna. Entonces, por reflejo, en vez de enfocar al reportero, tomaron
a la gente dando ese grito. Y justo ahí. Justo ahí, a los del canal se les hizo
tan buena la toma, que cortaron la transmisión. El reportero tomó el micrófono
para cerrar la nota; pero uno de los de producción le hizo una seña de No va
más. Ya no estaban al aire. El pobre tipo quedó convertido en una pasa de
uva, un pañuelo de papel. La gente aplaudía a Frin. Negrito ladraba a todos,
porque creía que los estaban atacando o porque la televisión lo ponía nervioso
o porque le había dado por hacerse el guardaespaldas. Frin miró a Alma y
levantó los hombros, como diciendo... uy. Ella ponía los ojos bizcos, y
se reía feliz. Lo cierto es que la toma de Frin haciéndole esa pregunta al
reportero, y la gente estallando en un grito, había llegado a todo el país. Y
después volvieron a pasarla en el noticiero de las doce, y en el de la noche. Y
en un programa de humor también la usaron, para criticar al reportero. * Regresaron
a casa y el abuelo insistió en llevarlo en los hombros. —¡No, Remo! ¡No! (Frin,
divertido). —... (Negrito ladraba). —¡Ey!
(el abuelo hacía que protestaba), ¡así firmo algún autógrafo yo también! Cuando
llegaron el teléfono estaba sonando. Se apuraron a abrir. Era Lynko, que había
visto el noticiero y gritaba tanto que casi no se le entendía. ¡Frin! ¡Te
vi! ¡Estuvo buenísimo! ¡Vamos a ser ultramegafamosos! Colgaron, y el
teléfono volvió a sonar. Era un amigo del abuelo que le preguntaba si el de la
televisión no era el amiguito de Alma. Sí, señor, sí, señor. Respondía
el abuelo orgulloso. Colgaron, y volvió a sonar. Eran otros amigos de los
abuelos, que les avisaban que habían visto a Alma y a su amiguito en la tele.
Colgaron. Volvió a sonar. Era Vera, alborotada, que quería hablar con Alma. ¿¡Viste
a Frin!?¿¡Viste a Frin, Alma!? Colgaron y volvió a sonar. Era la mamá de
Frin. —¡Hace media hora que llamamos y da ocupado! —Y... no es fácil
comunicarse con una estrella. Bromeó el abuelo. Frin saltó al teléfono. La mamá
estaba que no cabía en sí misma del orgullo. —¡Todo el mundo llama para
avisarnos que estabas en la tele! Ya no estaba enojada. La televisión es
increíble, pensó Frin. —¡Te mando un beso enorme, mi amor! ¡Te extraño y te
quiero mucho, mucho, mucho, y quiero verte pronto! Le pasó el teléfono a su
papá, que lo felicitó por cómo había respondido. Bravo, Frin, fue muy
valiente tu respuesta. Luego pidió que le pasara al abuelo, que le decía:
—No es ninguna molestia, al contrario... creo que ya encontré la manera, al
mediodía me lo confirman. Y colgó. Alma le preguntó: —¿Qué decías que
conseguiste? —Que Frin pueda volver con sus papás. —¿Van a abrir los caminos?
(Alma desconcertada). —Frin, ¿volaste alguna vez? —No. —Perfecto... ¿Viste ese
avión que fumigaba un campo por ahí cerca? Lo pilotea el hijo de unos amigos, y
carga los productos en tu pueblo, y me dijo que sí. —... ¿que sí qué? (sonó
la voz tímida de Frin). —Que esta tarde te puede llevar con él. —... pero... yo
no me quiero ir. —¿No querés ver a tus papás? —Sí, pero no me quiero ir ahora
(miró a Alma)... no quiero dejarlos. —Nosotros, encantados de que te quedes,
pero tus papás ya quieren verte (dijo el abuelo). —... es que... —... vamos a
estar bien... podés volver tranquilo (Alma, con un nudo en la panza). —...
estoy bien aquí. —Te prometo que nos vemos el sábado, Frin. —¿De veras?
—(Alma besó sus dedos cruzados) Si no te
dejan venir voy yo, el abuelo me lleva... ¿verdad, abuelo? —Bueno, de acuerdo
(se rindió el abuelo, sonriendo). —¿Ves? (dijo Alma). —Bueno (respondió él,
mirándola a los ojos). * El piloto confirmó el viaje. Los esperaba en el
aeroclub, a las cuatro. Ésa fue una de las tardes más raras de sus vidas.
Dejaron a Negrito con los abuelos y ellos salieron a caminar. Muy callados y
cerca. De repente iban de la mano. De repente se soltaban porque alguien había
visto a Frin en la tele y se acercaba a saludarlo. No era fácil estar solos.
Pero encontraron su momento. —¿Te acordás cuando te regalé caramelos? (Frin,
sonriendo). —(Alma sonrió): Sí. ¡Me los quisiste dar sin papel! —¡No fue a
propósito! ¡Se me desarmaron en el bolsillo de lo nervioso que estaba! —¡Eran
un asco! —¡Yo no pensé que los ibas a querer! ¡Creí que los tirarías a la
basura! —Nunca hubiera hecho eso. —¿Por qué? —(Levantó los hombros)... me gustó
que te acercaras. Siguieron acordando cómo harían para verse. Se hizo un
silencio que Frin rompió. —Alma... —¿Qué? —¿Querés ser mi novia? —... ¿ya
somos, no? (afirmó Alma, sorprendida por la pregunta). —¿Sí? —... desde anoche,
¿no? —Ah, sí, claro... Frin se agarró la cabeza, y se rieron. Ya sabían cómo
era un beso. Y se dieron otro.
28 —Un avión
tiene tres ejes, ¿ves? Le decía el piloto a Frin. Iban carreteando hacia la
cabecera de la pista, y le explicaba: —Uno vertical, por el que la nariz del
avión va a derecha o a izquierda. —... ahá (y se sonaba los mocos). —... un eje
transversal, que va de una punta a la otra, con el cual sube o baja la nariz...
y un eje longitudinal, que es el que va de la hélice a la cola, y por el cual
subís un ala y bajás la otra. Frin trataba de aguantarse, porque la despedida
de Alma lo había emocionado. Hasta los abuelos soltaron su lágrima. El piloto
quería ponerlo de buen ánimo; entonces le daba un curso de vuelo en cinco
minutos. El avión seguía carreteando tranquilo en dirección de la cabecera,
bamboleándose en la pista de tierra. Negrito ya no sabía dónde oler. El hangar
había quedado a sus espaldas. Frin hizo un movimiento rápido para enjugarse una
lágrima sin que lo viera el piloto. —Mirá, con los pedales controlamos el eje
vertical y el transversal... y con el bastón controlamos el eje longitudinal...
para arriba y para abajo. —... (Frin asentía en silencio, ya casi llegaban a la
cabecera de la pista). —Para un viraje hacia la derecha, movés el bastón hacia
la derecha, pero también hay que coordinar apretando el pedal derecho, para que
el avión se banquee, se dé vuelta... éste es el velocímetro, mide la velocidad
del viento que da de frente, entra por un tubo que se llama pitot, ¿ves?
—... ahá. —Éste da la presión de aceite, y éste es el que mide el banqueo,
porque a veces no se ve la tierra y no tenés referencia si estás derecho,
torcido, patas arriba o con la cola adelante (se rió de su propio chiste). * Movió los
pedales y el avión empezó a virar hasta quedar enfilado con la pista enfrente.
El piloto tiró de una palanca y el motor se aceleró. —Estamos probando el
motor... los magnetos. Frin veía a lo lejos el hangar, el auto del abuelo, y a
ellos tres. —En la parte de arriba de los pedales está el freno, aceleramos...
y aguantamos con el freno. El motor sonaba más fuerte: el avión vibraba con
toda su fuerza sostenida por los frenos. —Subimos a dos mil revoluciones
(levantó la voz, porque el motor rugía a toda potencia)... yyyyy… ¡Soltamos los
frenos!
El
avión dio un empujón hacia delante, y empezó a carretear, acelerándose cada vez
más. El hangar se acercaba rápidamente. Frin percibió una extraña sensación
cuando las ruedas se despegaron del suelo. Enseguida pasaron enfrente de Alma y
los abueloque agitaban sus brazos. Él también levantó el suyo. Pero no alcanzó
a contar a cinco y ya estaban muy alto. Subían rapidísimo. Era como flotar en
algo más ligero que el agua. El piloto dio un amplio giro, viró hacia la
derecha. Negrito miraba asustado, porque de golpe las cosas desaparecían y
volvían a aparecer. El hangar se veía como una casita de juguete, la columna
del humo de las gomas en la ruta, allá adelante. Enfilaron nuevamente sobre la
pista, inclinó suavemente el bastón, y la nariz del avión obedeció bajando.
Entraron en una suave picada, pero no para aterrizar, sino para pasar cerca de
Alma y los abuelos.
—¡Saludá,
Frin! ¡Saludá! Frin sacó el brazo por la ventanilla y pasaron enfrente de
ellos. Alma agitó sus brazos. El piloto ladeó el avión, inclinando y subiendo
las alas.
—¿¡Ves
para que sirve el eje longitudinal!? ¡Para saludar como caballeros elegantes!
Frin sonreía. El piloto movió el bastón hacia él y el avión ascendió
súbitamente, como un carro de la montaña rusa, pero más poderoso y más libre.
—¡Aaaaaaaaajúúúúúúúúúúúúúúúú...!
(gritaba el piloto, mientras viraba hacia la izquierda). ¡Gritá, Frin! ¡Gritá!
¡Cuando pasemos cerca de ellos da tu grito! Otra vez la columna de humo quedó
adelante, y enseguida se perdió. Negrito temblaba.
—¡Mirá
esta porquería! (protestaba el piloto mientras golpeaba una brújula que tenía
adelante). ¡Aflojate, maldita!
—A
ver yo (Frin le dio un golpe y la brújula se aflojó).
—¡Bravo!
Ya te debo una reparación... ahora mirá lo que vamos a hacer. Levantó el avión,
terminando de dar un viraje suave. Luego comenzó a inclinarlo y aparecía otra
vez la pista, justo enfrente. Empujó el bastón, el avión se inclinó más que la
otra vez, picando con fuerza. Lo fue nivelando a toda velocidad. El hangar
estaba cada vez más cerca.
—¡Gritá, Frin! ¡Gritá! Los
abuelos saludaban. Alma saltaba y mandaba besos con una mano. Frin sacó sus
brazos y dio su grito.
—¡Aaaaaaaaajúúúúúúúúúúúúúúúú...!
—... (Negrito ladró, por las
dudas).
—¡Eso
es! (decía el piloto, dándole unos puñetazos al techo de la cabina).
—...
(éste está loco, pensaba Frin y se reía).
—¡Así
se hace, muchacho! Ahora sí nos podemos ir tranquilos (levantó la nariz del
avión).
—Gracias
(Frin, lleno de emociones, miró a Negrito)... pobre, él no entiende nada,
porque vinimos en ómnibus y regresamos en avión... Negrito, la próxima vez
viajamos a Nulda en avión y volvemos en ómnibus así se te endereza todo.
—Vamos
a hacer una cosa... vamos a dar una vuelta, así hacemos tu bautismo de vuelo.
—Buenísimo
(dijo Frin, contento). Pasaron al lado de la columna de humo que subía de las
gomas. El piloto saludó a los sin camisa con las alas; ellos levantaron manos y
palos. Por la ruta, en dirección de Nulda, venía un auto.
—No
lo van a dejar seguir.
Le
comentó Frin al piloto. Y siguió viendo el aire, las casitas de juguete. Los
árboles de plástico. Para que el primer vuelo fuera realmente emocionante le
ofreció a Frin que probara pilotear un poco. No era nada fácil. Frin quería
tener el bastón quieto, pero el avión se inclinaba sin hacerle caso. El piloto
lo corregía, y le regresaba el mando. Frin lo tomaba. No había manera. Como
iban apretados en el único asiento de la cabina, el piloto se corrió más y le
dijo que pusiera los pies en los pedales, sin sacar los suyos, y sostenía la
mano de Frin. Casi le dejaba el mando del avión. Era difícil y hermoso. Frin
sintió que quería seguir haciendo eso toda la vida. Eso y algo como lo del
poeta que había leído en el picnic. La poesía era como volar, o al revés, o
todo junto.
EPÍLOGO Lo que no sabían, ni Frin, ni el piloto, es que, en el
coche que vieron pasar, iban unas personas a negociar con los obreros en
huelga. Todo el país había visto las noticias, y no querían que el
escándalo creciera. El motor suena como un trueno. Negrito estira la nariz para
oler la corriente de aire que se filtra por las ventanillas. Desde arriba todo
se ve tan prolijo. Como si las personas fueran las criaturas más ordenadas que
existen. Nada parece moverse bruscamente. Como eso que pensó una vez que
encendió un fósforo. Lo vio tan pequeño; sin embargo, para una hormiga era más
grande, y para un microbio, más todavía. Quizás el Sol sea grande para
nosotros, y sólo es un fósforo que se acerca a una cocina como una galaxia; y
nosotros creemos que va despacio; pero va rápido. Vuela el avión, y flota en el
aire de los pensamientos; como una palabra del libro que Frin llevó al picnic.
Como si el avión fuera lo único que se queda quieto mientras la Tierra gira. El
avión está quieto en el aire, y la Tierra da vueltas. Cuando el lugar donde
queremos ir se pone debajo de nosotros, el avión baja. ¿Y para qué sirve el
motor? Para que el avión suba y se quede quieto. Si no fuera por el motor, la
Tierra arrastraría al avión, y siempre estaríamos en el mismo lugar. El avión y
el motor son como los poemas, que sirven para dejar quietas las palabras,
mientras nosotros giramos y nos movemos hasta entenderlas. Negrito se acomodó
en la falda de Frin, que empezaba a divisar su pueblo. Abajo, el coche pasaba
cuidadosamente entre las gomas. El molino seguirá trabajando. Levantarán la
barrera; los abuelos llevarán a Alma, que también sentirá que está quieta, o
que flota, mientras sus papás se acercan; y querrá ver a Frin. ¿Vivirá
alguien en el cementerio? Tendría que regresar con Alma, y ver si es
cierto. ¿Será la misma persona de la historia de la abuela? ¿Tendrá más de
cien años, o ella se habrá equivocado en las cuentas? El piloto lo está
dejando llevar el avión juntos. Esto es una de las cosas más maravillosas que
le pasó en la vida. Conocer a Alma. Hacerse amigo de Lynko. Encontrar trabajo.
Sus papás. Encontrar a Negrito; no, que Negrito lo encontrara, mejor dicho. Y
quién sabe qué más sucederá, porque ¿dónde termina lo posible, cuando empezamos
a vivir cosas que creíamos imposibles? ¿Le voy a contar a Lynko lo del beso?
El
piloto tomó nuevamente el mando del avión, y le dijo que lo había hecho muy
bien. Frin se sintió orgulloso y una catarata de pensamientos o de decisiones.
Le iba a decir a sus papás que en las vacaciones quería ir a algún lugar con
montañas y mar.
Que
miraran menos televisión. Que no importaba si la puerta de la heladera quedaba
abierta. Que quería jugo de naranja. Dos vasos. O tres. Que aprendería a
pilotear aviones, de verdad, no un rato nomás. Que participaría en las
olimpíadas, aunque llegara último. Que se iba a comprar un buzo súper verde.
Que si Ferraro lo empujaba, se la iba a devolver (es más, ojalá que lo empujara
porque ahora tenía ganas de devolvérsela). Que iba a escribir un cuento para el
concurso de fin de año; y le propondría a la Directora que hicieran una revista
de la escuela, con noticias y bromas (podían llamarla Sandwich de tomate, y
Lynko encargarse de deportes). Que volvería a visitar a los abuelos de
Alma, y le pediría que le contara de cuando fue luchador; y le diría que organizaran
una maratón de ésas de caminar, en Nulda. Que quería pegar
fotos
en la pared de su cuarto, y si la pintura se arruinaba, no importa, él la
pintaría de nuevo, o no se pintaría nunca más (Cuarto del escritor Frin,
pintado por él mismo). Que le iba a decir a Lynko que podía venir con sus
papás a visitarlos a su casa; aunque no fuera tan linda como la de él, y su
papá hiciera esas bromas.
El
piloto metía una palanca, y el motor del avión se desaceleraba. Frin sabía que
en el aeroclub lo esperaban sus papás. No se imaginaba que también estaba
Elvio; y que Lynko, Vera, Fede, Arno y todo el grado, habían ido a recibirlo
con unos carteles pintados. Pensaba en Alma, y en que pronto la volvería a ver.
Respiraba hondo, y el aire de la altura, fresco y profundo, entraba en él.
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