17
Esto de darse la mano era como un pegamento: había que
dejarlo un rato más, para que agarrara bien. Si se subían a las bicicletas
enseguida no iba a pegar igual y tal vez después se arrepintieran de haberse
dado las manos. Pero sobre todo, lo que más había sentido al verlos, fue
vergüenza y nervios. Como si él fuera el de la mano. Quería preguntarle a
Lynko:
Che ¿cómo hiciste para tomarle la mano? ¿Qué se siente? ¿Te
sudaba la mano? ¿Te la secaste en el pantalón y después se la diste o eso no
importa? ¿O fue ella la que te dio la mano? Se rió al imaginar que Vera fue la que buscó su mano,
pero Lynko la tenía sudada y ella le dijo: ¡Spuajh, Lynko tu mano parece una
catarata! —¿De qué te reís? Le preguntó Alma, y ahí se dio cuenta de que
mientras él venía imaginándose esas cosas, ahí afuera, y no adentro de su
cabeza, estaba Alma caminando a su lado. ¿Esperaría que él le tome la mano? Lo
más seguro es que sí, porque ella había escrito su nombre en el árbol; pero
quizás lo hizo para no herirlo como amigo. A Arno se le cayó su bicicleta. Se
detuvieron. La levantó. Frin siguió pensando. ¿Cómo iba a tomarle la mano si
estaba Arno ahí mismo, atendiendo todo? Bueno, tan atendiendo todo no, porque
volvió a tropezar con quién sabe qué cosa y otra vez fue a parar la bicicleta
al suelo. Pero ahí estaba de todos modos. ¿No era traición si él le daba la
mano a su novia delante de él? Bueno, si él no estuviera también sería
traición. Sí, pero sería más fácil darle la mano a Alma si Arno no estuviera
viéndolo todo. ¿Y si ni eran novios?
A Frin le corrió un
frío por las piernas cuando pensó que tal vez no eran novios del todo y que en
ese momento Alma estaba decidiendo si iba a estar de novia del todo con Arno o
con él. Y si él seguía pensando como un idiota en vez de hacer algo, lo más
seguro es que Alma sintiera que le convenía Arno. Tenía que tomarle la mano o
estaba perdido. Miró hacia ella y, al mismo tiempo, vio que Arno, del otro
lado, miró hacia acá, sonriendo. Frin volvió a mirar hacia delante. No podía
darle la mano a Alma si justo Arno lo miraba sonriendo. Intentaría de nuevo en
tres pasos. Uno. Dos. Ése fue más corto. No cuenta. Dos y medio. Tres. Miró, y
ahí estaba Arno sonriendo otra vez. ¿Qué hacía ese cara de huevo sonriendo
hacia acá? ¿Por qué no mira para otro lado? Frin se ponía nervioso. No tenía
experiencia. No sólo nunca había ido de la mano con ninguna chica, sino que
jamás le había robado la novia a nadie. No. Error, no está confirmado que
fueran novios, o sea que podía darle la mano sin que eso fuera que se la
estuviera quitando. Pero para estar más seguro tendría que preguntar: Che,
Arno ¿si le doy la mano a Alma y deja de ser tu novia podemos seguir siendo
amigos? ¿¡Y cuándo a él le había interesado ser amigo de Arno!? Preguntar
eso, era la cosa más imbécilmente idiota que jamás se le había cruzado por la
cabeza. Alma iba con su mano suelta, ahí cerca. Tenía que hacerlo, lo estuviera
mirando Arno o no.
Miró
hacia Alma, pero la vio tan seria, tan concentrada, que le dio miedo de ser
rechazado. Alma advirtió que la miraba y se dio vuelta. Estaba preciosa, la luz
del atardecer le daba en la cara y el sol no era tan fuerte como para cerrar
los ojos. Qué ojos más hermosos. Eran como un mar, y la luz roja del sol daba
en ese mar. Y si los ojos de Alma eran el mar, él ahora estaba a la orilla del
mar o a la orilla de Alma. En ese instante, se dio cuenta de que eso era lo que
hacía el poeta del libro. Darse cuenta de que estar frente al mar y viendo los
ojos de Alma era lo mismo.
—¿Qué
pensás? (preguntó Alma, porque le daba vergüenza la mirada de Frin).
—...
¿conocés el mar?
—Sí,
a veces vamos a veranear ahí; ¿por...? ¿En qué pensabas?
-No,
en nada. —Dale, decime.
—... no sé…
—Bueno,
escribilo, entonces... y después me lo enseñás, ¿lo vas a hacer?
—Claro. Vera y Lynko ya los habían alcanzado.
—Che,
¿vamos en bicicleta? Porque se hace tarde (Lynko). Frin no podía creerlo. Lynko
había estado tomándose de la mano con Vera y ahora se acercaba con tanta
naturalidad. Eso era todo un descubrimiento. No había tenido que explicar nada
a nadie. Ni siquiera toser mientras se acercaba. Un segundo antes estaba de la
mano de Vera y un segundo después estaba con todos y como si nada hubiera
pasado. Eso estaba buenísimo. Entonces, tomarle la mano a una chica era mucho
más fácil de lo que él se había imaginado. Si él hubiera sido el que le hubiera
tomado la mano a Alma, al acercarse se habría convertido en un moño, en un
triple nudo de cordón de zapatos. —Yo no quiero llegar a mi casa (dijo Alma);
pero sí, vamos.
—Oigan, sé otro chiste (Arno).
—Espero que no dure como el otro (suplicó
Frin).
—No...
dura un poco más; pero les va a gustar. Todos se rieron y Arno, empezó la
historia de otro chico que había ido a comprar clavos a una ferretería. Se
agarraron la cabeza, porque sabían cuánto podía llegar a durar un cuento de
Arno, si empezaba con un chico yendo a comprar algo. El sol se fue haciendo
cada vez más grande y rojo. El campo empezó a oler frío y húmedo. El chico del
chiste de Arno subía y bajaba montañas, porque la ferretería quedaba lejos, al
punto de que tenía que tomarse un barco y después un tren. En el vagón del tren
había una tierna viejecita a la que primero se le cayeron los lentes, y el niño
se los recogió del piso. Luego se le cayeron sus agujas de tejer, y el niño
hizo lo mismo. Pero después se le cayeron los dientes postizos. Todo se le caía
a la tierna viejecita esa. Se reían del chiste de Arno, Frin también, porque
había descubierto, con mucho alivio, que uno no tenía por qué dar explicaciones
y ni siquiera tocar el tema de que venía de darle la mano a una chica. Pasó una
bandada de pájaros buscando un árbol. Ya se veía la cúpula de la iglesia del
pueblo, y a la tierna viejecita se le caía el sombrero, un anillo.
—Estaba toda como mal pegada, esa viejecita
(dijo Frin y se rieron). Y, antes de que llegaran al pueblo, a la viejecita del
chiste se le cayó el audífono por la ventanilla del tren. El chico bajó a
buscarlo. Cuando Arno se dio cuenta de que faltaba poco para llegar, decidió
terminarlo.
—Y al
dar vuelta a la esquina, ¿saben qué encontró?
—Sí,
el audífono (dijo Lynko).
—No,
queso... __¿¿¿........???
—...
para el sandwich de jamón del otro cuento (terminó de decir). Lynko hizo que lo
perseguía con su bicicleta para pegarle, y todos juraron que le prohibirían
contar chistes por un mes. Pero ya estaba el pueblo cerca y ninguno dijo una
palabra más. Vera y Lynko querían quedarse juntos otro rato, pero cada uno
debía ir a su casa. Alma no quería regresar a la suya, en la que, probablemente
sus papás se estuvieran peleando, como lo habían estado haciendo últimamente. Y
Arno quería encontrar cuanto antes un circo, con el cual irse de su madre que
le gritaba burro y tonto, por cualquier cosa.
—Frin, apagá tu luz. Le dijo esa noche su
mamá.
—Sí —contestó él, y repasó lo que había
escrito.
Alma,
vos vas al mar cada verano; pero yo vi el atardecer en tus ojos y me imagino
que así debe ser.
18
Al
otro día arrancó una hoja, copió el poema y lo metió en su mochila. Pero esa
tarde no la encontró en el patio, y le preguntó a Vera:
—Che
¿no viste a Alma?
—No.
—¿Va
a venir?
—Supongo
que sí.
—No
se habrá enfermado, ¿no?
—Sí,
creo que sí; ayer cuando la vi tosía y escupía sangre...
—Pará,
Vera.
—...
y caminaba apoyándose contra la pared...
—Sos
una tarada.
—...
y me dijo algo para vos.
—...
¿¿¡En serio!??
—...
sí, me dijo: Si me muero, cof cof, dile a Frin, cof, que... cof siempre lo
quise... cof... —¡Qué tarada! Dijo Frin, y se alejó. Pero, aun cuando había
sido una broma de Vera, le había gustado oír que Alma lo quería. Además; por
algo habría hecho la broma, ¿no? Fueron pasando las horas. Frin jugaba con
Lynko en los recreos, porque él no se acercaba a Vera, ni ella a él. La verdad
es que ni se miraban. Si se cruzaban con la mirada, los ojos seguían de largo,
como si ahí no hubiera nadie. Se protegían de los demás. No querían bromas, ni
que nadie se metiera.
—¿Y
por qué no vas y le das la mano de nuevo? (le preguntó Frin).
—¿Y
por qué no te metés en tus cosas? (contestó Lynko).
—No
te enojes conmigo.
—A
vos tampoco te gusta que se burlen.
—Pero
si yo no me burlé... te preguntaba en serio.
—Bueno,
no me digas nada, y listo, ¿no? Frin sintió que no era el mejor momento para
preguntarle lo de si la mano le había transpirado o no. Entonces, para mostrarle
que quería ser su amigo lo hizo caer de un empujón y salió corriendo. Lynko lo
persiguió, gritándole que lo había tomado de sorpresa. Cuando sonó la campana,
regresaron al aula abrazados.
Alma
no apareció. En el momento de la salida, Vera le dijo a Frin.
—En
serio que no sé qué le pasó, ¿me acompañás a su casa?
—Vamos...
¿puedo hacerte una pregunta?
—Ahá...
(dijo Vera).
—Pero
¿me prometés que no le contás a nadie que te pregunté esto?
—Sí.
—Pero a nadie, nadie, porque... —Frin, dale, hacela de una buena vez. —…
—…
¿y?
—Esperate,
estoy pensando.
—Si
la pregunta ya la sabías.
—...
¿son novios?
—¿i...!?
¿¡Con Lynko!?
—No,
Arno y Alma, digo, ¿son novios?
—Ah,
no; nada que ver ¿quién te dijo?
—...
¿¿¿no???
—No.
Siguieron caminando callados.
—¿Quién
te dijo?
—Ella.
—¿Alma?
—...
bueno, más o menos, una vez me dijo que le gustaba Arno. A Vera se le escapó
una sonrisa; pero enseguida la escondió.
—¿Qué
pasa?
—(Sonriendo)
Nada.
—Te
reíste, ahora decime.
—Nada,
Frin, no seas pesado.
—¿Sabés
algo?
Ella
hizo que no con la cabeza. Eso se le hizo más sospechoso todavía. Seguro que
Vera sabía algo; pero ya estaban llegando a casa de Alma. Frin se quedó más
lejos. Vio cómo Vera golpeaba la puerta. Esperaba. Salía la mamá de Alma.
Hablaban; pero desde ahí no se oía qué decían. La mamá se inclinó, saludó con
un beso a Vera. Y ella regresó muy seria.
—¿Y?
¿Qué pasó? (preguntó Frin).
—Alma
no está.
—¿Cómo
que no está?
—Anoche
sus papás la llevaron a Nulda, a casa de sus abuelos.
—¿¡A
Nulda!? ¿Se fue a vivir allá?
—No,
me dijo que por unos días nomás... los papás se están separando y...
—¡Pero
tiene amigos acá! ¡Podría haber parado en tu casa o...! ¡¿Cómo se fue sin decir
nada?! (enojado).
—¡Yo
tampoco sé, Frin! Te digo lo que me dijo la mamá... que la llevaron anoche y
que
ella
nos iba a llamar.
—¿¡Pero
cuándo!?
—¡No
sé, Frin! ¿¡Querés ir a preguntarle vos!?
—¿¡Y
por qué no se podía quedar!? ¿¡Se están tirando tiros los papás, o algo así!?
¿¡Por qué la tenían que llevar a otra parte!?
—¡Qué
sé yo, Frin! ¡No me grites a mí! (Se contuvo)...
—...
me dijo que les pareció mejor que fuera con sus abuelos... y que nos iba a
llamar. —... ¿vos tenés el teléfono de sus abuelos?
—No...
pero no quiero pedírselo. Andá vos si querés.
—...
vámonos. Se fueron caminando hasta que cada uno tomó para su casa. Frin llegó a
la suya. La mamá le había preparado tostadas; pero él dijo que no tenía hambre.
—¡Ey! ¡Si venís enojado de la escuela, acá no tenemos la culpa!
—¡Ustedes
también vienen enojados del trabajo! (replicó él).
—¿¡Se
puede saber por qué contestas así!?
—...
(se fue a su cuarto).
—¡Frin!
—Bueno,
si con ésas andamos, te vas a quedar en casa hasta que se te pase. La mamá
regresó a la cocina. Frin pensó que igual no quería salir a ningún lado.
Mientras oía cómo su mamá recogía las cosas, buscó el poema en su mochila. Lo
rompió sin volver a leerlo.
19
Frin
sintió que ése era el peor día de su vida. Llegó a la librería tan triste, que
Elvio se dio cuenta y lo trató con cuidado.
—Hoy
no hay mucho trabajo, Frin ¿no querés volver a tu casa?
—...
(negó con la cabeza).
—...
ahá. Dijo Elvio, que estaba muy contento porque por fin tenía noticias de su
hija: había recibido una carta de ella. Eso lo ponía de un ánimo simpático y
generoso, hasta se había afeitado.
—...
ahá (repitió). Frin seguía ordenando unas carpetas.
—...
ahá... ahá (repitió Elvio).
—...
(eso ya sonaba un poco raro)... ahá ¿qué? —No, ahá nada, ahá...
¡AHÁ!, nomás.
—... mmm...
—Sí...
ahá y mmm.
—(Frin
también tosió) Cof... cof... sí, ahá.
—(Sonriendo)...
ahá... ahá y cof, cof (tosió más fuerte).
—¡Cof!
¡Cof! (Frin tosió aun más fuerte y agarrándose la panza). Elvio hizo que se
agarraba del mostrador y como que se caía de la tos tan fuerte que tenía. Y
terminaron tosiendo los dos al mismo tiempo. Casi a los gritos. ¡COF! ¡COF! Pasó una
señora enfrente del negocio. ¿Estaban locos esos dos tosiendo a los gritos? Su
reacción les dio un ataque de risa.
—Mirá,
mirá (dijo Elvio, enjugándose las lágrimas, y sacó un sobre).
—¿Qué
es?
—¡Una
carta de mi hija! Desde que se fue no tenía noticias, ¡y me escribió seis
hojas! —¿Y está bien?
—Muchachita
loca, sí que está bien; dice que ya le ofrecieron un trabajo, y que no le mande
dinero, que quiere arreglarse sola. ¡Orgullosa como el padre! ¡Decime vos,
Frin, el trabajo que hacen pasar los hijos a los padres!
—(Regresó
a su seriedad) Los papás también dan mucho trabajo.
—¿Puedo
preguntar qué pasó? Si no es indiscreción, claro. Frin le contó que Alma se
había ido y que él llegó a su casa y que las tostadas y que él no tenía hambre
y que se pelearon con su mamá, y cómo ella no se daba cuenta, ¿eh?
—¿Tu
mamá sabía qué te había pasado?
—...
(negó con la cabeza).
—¿Y
entonces, cómo podía adivinarlo?
—Ellos
tampoco me cuentan todas sus cosas.
—No,
no, no... tenés razón. No siempre se puede hablar todo... ¿y ya te llamó esa
chica... Alma?
-No
si esto pasó anoche
—Ah,
claro, claro... ¿y cómo vas a hacer? Frin levantó los hombros.
—Ahá...
¿dónde decís que la mandaron?
—A
Nulda.
—Ah,
bueno, eso no es tanto problema.
—¿Por
qué no?
—Hay
veinte kilómetros a Nulda.
—Sí,
pero igual es otro pueblo.
—Pero
van ómnibus a cada rato.
—¿Y
qué? ¡Seguro que no me dejan ir!
—Tan
cerquita... ¿qué peligro puede haber?
—...
(se quedó pensando: ¿Ir solo?, podía pedirle a Lynko que lo acompañara).
—Podés
escribirle también, ¿no?
—¡Uf!
¡Con lo que tarda el correo!
—No,
yo decía sin correo; pero, claro, no querrás escribirle me imagino.
—...
no, no; pero dígame: ¿cómo sin correo?
—No,
yo decía... pero, claro, es sólo una ocurrencia mía, ¿no? Como ésta es una
librería y en Nulda también hay librerías...
—...
¿¿¡¡y!!?? ¿¡Eso qué tiene que ver!?
—No,
yo decía, nomás... como el proveedor es el mismo y va de pueblo en pueblo...
pero, claro, vos no querrás escribirle y te entiendo.
—Pero
si yo le pido no me va a hacer caso o me va a decir que sí, y después capaz que
tira la carta. —¡Ey! ¿Qué te pensás que somos los grandes?
—...
(Frin sintió que estaba trabajando en el mejor lugar del mundo con el mejor
amigo del mundo).
—No
tendrías que estar enojado con Alma, digo, pero si me meto en lo que no me
importa mejor me callo.
—¿…?
—... (hacía que miraba esos papeles).
—No,
está bien, dígame.
—Imaginate,
sus papás se están separando, la llevan a otro pueblo. Vos estás enojado porque
ella se fue sin avisar; pero es ella la que precisa que los amigos no la
abandonen ahora... ¿no te parece? Frin sintió que tenía razón. Él se había
ofendido como si ella lo hubiera abandonado y ni se le había ocurrido que lo
estaba necesitando... bueno, no a él solo, ¿no?, pero a todos.
—Mirá,
Frin, hoy no hay mucho trabajo, ¿por qué no aprovechas y le compras una flor a
tu mamá y haces las paces?
Frin
sintió un chorro de cohete adentro suyo. Había un montón de cosas que podía
hacer. Mejor ponía manos a la obra. Le dio las gracias a Elvio, que era el más
bueno de la galaxia; dio un salto y con toda la energía de sus zapatillas salió
corriendo a la vereda. Se subió de un salto a la bicicleta cuic cuic y fue
a buscar un puesto de flores.
Llegarle
con flores a su mamá. Esa idea sí que estaba buena. A lo mejor ella estaba otra
vez con las tostadas y justo llegaba él con las flores, y ella estaba pensando
en él y que le quería preparar tostadas y justo llegaba él con las flores y
ella estaba haciendo las tostadas con su papá. Eso estaría perfecto. Podía
comprarle flores a Elvio también, para que se las mandara a su hija. Y al de
educación física y a Ferraro, pero de ésas de los velorios. Buenísimo.
Se
dio cuenta de que pasaba cerca de la terminal de ómnibus. ¿Y si averiguaba a
qué hora salían ómnibus para Nulda? Total, era para saber nomás. Otra vez
sintió esa
electricidad
rara de las aventuras. ¿Y si Lynko no podía acompañarlo? No iba a poder ir. A
menos que fuera solo. ¿Ir solo? Se bajó de la bicicleta y entró a la terminal.
Sintió su olor especial, como a cigarrillo y nafta; pero también a café y a un
lugar que está abierto todo el día, todo el año. No entraba por nada que lo
hubieran mandado sus papás ni nada del trabajo. ¿Y si lo descubrían? ¿Y si se
ponían a investigarlo? ¿Que por qué andaba preguntando eso? Pero fue a la
ventanilla. Preguntó, lo atendieron amablemente, le dieron todos los horarios,
y hasta le prestaron una birome y papel. Se subió a la bicicleta. Iba a comprar
las flores; pero de pronto se le atravesó un perrito. Por poco lo pisa. Y no
era que se había cruzado de casualidad: había salido al encuentro de Frin. Le
ladraba y le movía la cola, saltaba al lado de su bicicleta.
—Ey,
perro, ¿de dónde nos conocemos? Le ladraba jugando, no paraba de saltar, de
repente corría y daba vueltas en círculo. Pasó una mujer con una bolsa de las
compras y Frin le preguntó:
—¿Es
suyo, señora?
—No,
desde ayer que está dando vueltas por acá.
—¿Desde
ayer?
—Sí...
no sé de quién será, lo deben haber llevado a perder (dijo la señora y retomó
su camino). ¿O sea que no es de nadie?, pensó Frin, mientras le
acariciaba la cabeza. El perrito era apenas más grande que las dos manos
juntas; pero era muy inquieto, como si fueran dos perritos juntos. Hacía que se
escapaba para que Frin lo persiguiera, y como él se quedaba en su lugar,
regresaba a provocarlo. Frin dejó la bicicleta en el suelo y lo corrió. Era tan
chiquito que en dos pasos lo pasaba. Sobre todo, tenía que cuidarse de no
pisarlo, porque se metía entre las piernas a cada rato. Frin lo alcanzó y el
perrito se tiró panza arriba para que le hiciera mimos. Movía la cola y, de
contento, se le escapaban chorritos de pis.
—Che,
¿y vos de dónde me conoces, eh? Le preguntó Frin, mientras le rascaba la panza
y sentía que no podía dejarlo en la calle. Tampoco podía llevarlo a su casa,
porque su mamá le haría un escándalo. Se despidió haciéndole un mimo en la
cabeza. Se subió a la bicicleta y siguió. Pero el perrito se ponía a correr a
su lado. Sus patas eran tan cortitas que por cada vuelta de rueda de la
bicicleta de Frin, para él era como cruzar el mundo, por lo menos.
—¡Ey!
¡Andate a tu casa que no te puedo llevar! Pero el perrito entendía perro y no
humano, y por eso seguía corriendo con mucho esfuerzo, al lado de la
bicicleta. Frin pedaleó más fuerte, el perrito lo quiso alcanzar; pero no sabía
correr o se tropezó en sus propias patas o con un átomo o quién sabe; la cosa
es que se cayó y dio un aullido de dolor. Frin saltó de la bicicleta y fue a
ver si se había lastimado. El perrito creyó que le venía a pegar y se encogió
dando pequeños aullidos.
—No,
no, amigo, ¿no ves que no te hago nada? (le decía Frin rascándole el lomo)...
¿vos querés venir conmigo? (lo acariciaba), ¿sabés cuál es el problema?...
mirá, resulta que a mí me gusta una chica y se fue a vivir a Nulda... (lo
rascaba), ¿vos sos sabueso? (le tocó el hocico), ¿tenés buen olfato? —... (el
perrito ladró jugando).
—¿Ah
sí? ¿Tenés muy muy buen olfato, verdad? ¿Y me ayudarías a encontrar a Alma?
¿Podés
oler de aquí a Nulda? (le acariciaba la cabeza) ¿No es cierto que sí, que vos
podés oler a veinte kilómetros? Sin pensarlo más, lo tomó cuidadosamente con un
brazo y, manejando con una sola mano, lo llevó en bicicleta hasta su casa.
Encima de ellos pasó el avión fumigador.
—¡Mirá,
lo vamos a alcanzar! Dijo Frin y pedaleó más fuerte. El perrito iba con la
lengua afuera, feliz de sentir el viento en la cara. ¿Por qué será que eso les
gusta tanto? Llegaron.
—¡Mamá!
¡Te iba comprar flores y mira lo que te encontré!
20
Frin
convenció a Elvio de que lo dejara ir a trabajar con el perrito. Tenía el
problema de que le ladraba a los clientes.
—¡Eso
es buenísimo! (argumentaba Frin) porque así sabemos cuando entra alguien, y
podemos estar ordenando cosas adentro. Lo cual tampoco era muy cierto, porque
cuando iban adentro el perrito los seguía. En la escuela no lo dejaron entrar;
pero Frin no consiguió hacerlo regresar, y como se quedaba llorando en la puerta,
finalmente le permitieron pasar. El perrito fue olfateando por todo el patio,
siguiendo el olor de Frin, hasta que llegó a su aula. Interrumpió la clase, con
su paso tímido. Miró todo el grado, fue hasta donde estaba Frin, movió la cola
pero no hizo pis. Y, como si ya estuviera más tranquilo, se dirigió hasta el
escritorio del maestro y ahí se acostó. Todos se rieron, hasta el maestro que
preguntó cómo se llamaba.
—Todavía
no le puse nombre (contestó Frin).
—Perfecto,
vamos a hacer una lista de nombres (propuso el maestro). Empezaron a gritar
nombres. Frin se molestó. ¿Por qué no se metían en sus cosas y dejaban que él
le pusiera el nombre que más se le antojaba? Pero el maestro no lo había hecho
con mala intención, y además dejaba entrar al perro, o sea que mejor no decía
nada. El único que lo echó de su clase, por supuesto, fue el de gimnasia. Y
como Frin protestó lo mandó a dar tres vueltas a la cancha. El perro quiso
seguirlo; pero el tipo le tiró unas patadas y lo asustó. Se quedó esperándolo afuera
de la puerta y movía la cola cuando pasaba Frin. Después al tipo se le volvió a
freír el cerebro, y los castigó haciéndolos sentar en fila. Uno detrás del
otro, mirando la nuca del compañero de enfrente. Frin lo odiaba por esas cosas.
Qué manera más idiota de perder el tiempo. ¿Quién se creía este tipo? Pero así
los tuvo hasta que terminó la clase.
—Esto
los va a ayudar a hacerse más hombres (les dijo, mientras caminaba alrededor de
la fila). Volvieron a la escuela caminando en silencio. ¿Qué tiene que ver
estar sentados mirando la nuca del otro con ser más hombres?, pensaba Frin
mientras veía a Ferraro, el que le había dicho mariquita y con el que Lynko se
había peleado, que iba caminando y charlando con el profesor. Cuando vio que
Frin lo estaba mirando lo desafió con un gesto, levantando la cabeza, como
diciendo: ¿Qué mirás, eh? Frin se dio vuelta hacia el frente, enseguida.
Cuando entraron a la escuela, Ferraro se puso a su lado y le dio un empujón con
el hombro. Frin protestó por lo bajo; pero no dijo nada. Entonces el otro le
tiró una patada al perrito. Frin sintió rabia, y miedo. No dijo nada. Dejó que
el chico se fuera, alzó al perrito y le hizo unos mimos en la barriga, como
pidiéndole disculpas por no haberlo defendido como había hecho Lynko con él.
Esa noche le escribió la primera carta a Alma. Preparó montones de hojas,
aunque después usó una sola.
Querida
Alma: hola, soy Frin. Ojalá estés bien cuando te llegue esta carta. Quiero
tener noticias tuyas y también saber cómo estás. Tengo un perro que no tiene
nombre todavía ¿me ayudas a buscarle uno? Ya se hizo pis mil veces porque se pone contento. El de educación física
hoy nos tuvo mirando la nuca del de enfrente. Bueno, espero que te haya gustado
lo que te escribo. Ojalá me contestes. ¿Te vas a quedar para siempre? Frin Repasó la carta que había escrito. Vio que había
puesto Ojalá dos veces. Borró el segundo y puso Tal vez. Lo leyó:
Tal vez me contestes. Quedaba horrible. Lo borró y volvió a poner Ojalá.
La colocó dentro de un sobre. Lo cerró con pegamento y, también le puso
cinta adhesiva, y escribió el nombre de Alma. Al otro día le entregó la carta a
Elvio, que se la dio al proveedor, que miró el sobre y dijo:
—Ah,
pero si yo los conozco... viven a media cuadra de la librería de Nulda, ¿querés
que se la lleve a ellos?
—¡Claro!
Dijo Frin, entusiasmado. Luego se agachó y le habló al oído del perrito:
—Tenemos
suerte, amigo. Pero el perrito lo único que sintió fue viento en su oreja y se
rascó con una pata.
Cuando
llegó a trabajar, al otro día, había un sobre encima del mostrador. Pero estaba
dado vuelta y no se veía a quién estaba dirigido. Elvio se hacía el burro y no
decía nada. Sólo tosió un poco:
—Cof...
cof... así es, che; fijate que el correo este que te digo, funciona de lo más
bien.
—¿¡Es
para mí!?
—...
¿qué cosa?
—¡Elvio!
¡En serio! ¿¡Es para mí!? —Cof... cof... es que no sé de qué estás hablando,
Frin, ¿qué cosa?
—¡No
sea malo, de verdad! ¡Negrito! ¡Mata! ¡Mata! ¡Atácalo! El perrito movió la cola
contento, se tiró panza arriba y echó un chorrito de pis.
—¡Ey!
¡Cerrale la manguera a tu guardián!
—¡Yo
limpio! ¿Es para mí la carta?
—Ah..,
sí, la carta... quién sabe, cómo no dice nada en el sobre, no te la puedo dar;
vos sabés que la correspondencia es secreta. Frin la agarró de un manotazo,
rompió el sobre y reconoció la letra de Alma. Era una hoja de cuaderno, como la
que había usado él, sólo que además de estar escrita tenía dibujos en lápices
de colores. Eran dos árboles juntos, un sol grande en el cielo pintado de azul,
que ocupaba casi toda la hoja. Un poco más adelante de los árboles había dos
hileras muy prolijas de flores que apuntaban hacia un lado y el otro. ¡Uy (pensó
Frin) y yo no hice ningún dibujo! Y la leyó.
Querido Frin: gracias por escribirme, espero que vos también estés
bien. Fue una gran sorpresa cuando el abuelo me dio tu carta. Ellos son muy
cariñosos conmigo; pero yo estoy un poco triste y extraño a mis papás y no me
gusta lo que está pasando. Los abuelos me miman mucho, por suerte; pero los
extraño mucho. También extraño la escuela y a Vera y me acuerdo de cuando
fuimos al cementerio viejo. Qué lindo que tengas un perrito, a mí también me
gustan porque son muy juguetones conmigo. Si otra vez fuéramos al cementerio
viejo podríamos llevarlo. Tu carta me pareció un poco seria, ¿estás enojado
conmigo? Espero que un día de estos me sigas escribiendo y no te enojes si mi
carta es un poco triste; pero así estoy. Ahora no se me ocurren muchos nombres,
pero voy a pensar. Con cariño. Alma. ¿Un
día de éstos?, no: ¡ahora mismo! Le pidió una hoja a Elvio. ¿Qué podía
dibujarle? Dudó un segundo y comenzó con algo que le salía bastante bien, ya lo
había hecho una vez: era un barco con cañones, y una moto también, al lado. Los
pintó y después empezó la carta: Alma, no te preocupes... Y siguió.
21
Eso de las cartas estaba muy bien, pero Frin quería ver a
Alma. Ya llevaba como cuatro cartas. En la primera no había dibujado nada; en
la segunda, el barco con cañones y la moto; en la tercera, una lancha de
doble motor; en la cuarta, un coche de carrera. Para la quinta ya no sabía qué
porquería dibujarle. Quería verla y punto.
—¿No es cierto, Negrito?
Pero eran como las diez de la noche y Negro, ése
era el nombre provisorio del perrito, estaba dormido y lo más que hizo fue
sacudir la oreja, pero quién sabe por qué.
—Tendría que ir a Nulda... ¿y si no la encuentro, Negrito?
El perro seguía dormido. Frin se acercó, le hizo
cosquillas en la panza y él, sin abrir los ojos, movió la cola y levantó una
pata.
—Bueno, si no la encuentro... si no la encuentro... me
vuelvo y listo, ¿no? Ir solo a Nulda. Eso sí que nunca lo había hecho. ¿Le
pediría permiso a sus papás? ¿Y si no lo dejaban?
—De todas maneras, Negrito... che... ¡ey!, si te dormís no
puedo contarte mi plan.
—... (abrió un ojo, bostezó, estiró sus patas, movió la
cola y se fue arrastrando para que lo acariciara).
—El viaje a Nulda dura veinte minutos nomás, ¿entendés?
(mientras lo acariciaba), o sea que puedo ir, estar una hora con Alma,
volver... y ni pasaron dos horas, ¿entendés?... che, te estoy hablando, no te
duermas... o sea que es como si hubiera ido a jugar a la casa de Lynko...
podría decir que me fui a jugar a lo de Lynko, ¿no? No, eso sería mentir...
che, no te duermas. Pero el perro no le hizo caso. Y se oyó desde el cuarto de
los papás.
—Frin, apaga tu luz. Bajó al perro con cuidado, lo apoyó
en el suelo. Se metió dentro de la cama. Apagó la luz. Enseguida sintió que
Negrito quería subirse y no alcanzaba. Lo ayudó. El perro siguió durmiendo,
pero Frin ni conseguía empezar.
—(Susurrando) Che, Negrito, ¿y si la encuentro pero ella
no quiere verme? Se quedó con los ojos abiertos en plena oscuridad, pensando.
Al otro día en la escuela habló con Lynko.
—Te quiero decir un secreto: voy a ir a Nulda a ver a
Alma.
—... ¿a Nulda?
—Sí.
—¿Con tus papás?
—No.
—... ¿vos solo?
—Sí.
—... ah ¿Y Alma sabe?
—No.
—¿Y si no está?
—(Levantó los hombros) Me vuelvo.
—¿Y si no hay ómnibus y...
—Lynko, ya averigüé todo. El pasaje es súper barato. Con
lo que me paga Elvio puedo ir y volver mil veces.
—¿Querés que te acompañe?
Le daba vergüenza decirle que no, y sólo levantó los
hombros.
—Te pido una cosa, no se lo digas a nadie, ¿prometido?
—Sí.
Tocó el timbre. En el recreo siguiente, No se lo digas
a nadie fue lo que Lynko le dijo a Vera cuando se lo contó, porque él había
prometido eso, pero con Vera era distinto. Y Vera se lo contó a Arno y le dijo No
se lo digas a nadie. Arno se lo contó a otros dos amigos y les dijo No
se lo digan a nadie. Y todo el mundo susurraba en el grado lo que Frin iba
a hacer, y todos decían no se lo digas a nadie. Y miraban a Frin con más
respeto. Cuando llegó el jueves, ya lo sabían hasta los marcianos. Fede se
acercó y le preguntó:
—Che, Frin, para el sábado, ¿hay que llevar sandwiches o
compramos allá?
—Porque yo digo que mejor los compramos allá, ¿no?
—¿¡Allá, dónde!?
—¡En Nulda, Frin! ¡¿Dónde va a ser?! Ni le contestó, salió
corriendo, furioso, a hablar con Lynko. Él le juró y le rejuró que no le había
contado a todo el grado, sólo a Vera, y se enojó cuando Frin le recordó que él
le había prometido no contárselo a nadie. Pero no sólo lo sabían todos sino que
había planes de acompañarlo. Frin está organizando que vayamos a saludar a
Alma. Eso es lo que decían.
Esa noche del jueves Frin se acostó entre triste y
enojado. Quería ir solo, no en procesión de una multitud. El viernes, antes de
ir a la escuela, volvió a confirmar los horarios de los ómnibus. Miraba la hoja
con cierta tristeza. El viaje ya no sería lo mismo. Cuando llegó a la escuela,
como en una confabulación secreta todos se le acercaban y le preguntaban
susurrando y haciendo misterio:
—¿A qué hora salimos, Frin? ¿Dónde nos encontramos?
Él estaba hundido y triste porque su plan se había ido a
pique como un barco agujereado. Pero de pronto se le ocurrió una idea, y
contestó:
—A las tres, en la terminal de ómnibus. Se corrió la voz
por todo el grado. Pasaban y le daban palmadas en secreto. Frin era un ídolo.
Estaba buenísima la aventura. Otra palmada. Llegó el sábado. Frin terminó de
almorzar más rápido que nunca.
—Frin, masticá la comida.
—Sí, papá.
—Sí, papá... pero te estás tragando los pedazos
enteros. Ayudó a secar los platos sin que su mamá se lo pidiera. ¿Qué le iba a
decir? No quería mentir, y con un nudo en la panza, por el susto, se le
ocurrió:
—... me voy a dar una vuelta.
Adentro
suyo estaba atajándose de lo que podía pasar ahora. Pero su mamá se inclinó y
dijo.
—Bueno,
cuidate (y le dio un beso).
Frin
respiró. Además no había mentido, sólo que era una vuelta a Nulda. Tomó su
mochila vacía. Llamó al perro. Antes de llegar a la terminal revisó el dinero
que había cobrado el viernes, como cinco veces. Sí, estaba todo. Alcanzaba.
Sobraba. Podía ir y volver, invitar a Alma con un helado, y todavía sobraba.
Llegó a la terminal, había poca gente. Fue a la ventanilla, preguntó si se
podía viajar con animales. Le dijeron que no. Ah, bueno; dijo él como si
nada. Compró su boleto del ómnibus de las dos. A las tres no salía ninguno para
Nulda. Fue hasta un rincón, metió el perrito en la mochila, se acercó al
ómnibus. Le dio el boleto al chofer sin saber si lo iba a dejar viajar solo o
no. El perrito se movía bastante adentro de la mochila, pero nadie se dio cuenta.
Se subió. Buscó un asiento, se sentó. Subió el chofer, encendió el motor. El
perrito ladró. El chofer miró por el espejo. Frin sonrió y lo saludó con una
mano. Él chofer puso la marcha, el ómnibus retrocedió. Luego avanzó, salieron
de la terminal. Sí, señor. Ya estaba viajando. Pensó en la cara que iban a
poner todos los del grado cuando llegaran a las tres. El chofer encendió la
radio para escuchar un partido, y eso ayudó porque no se escucharon un par de
ladridos del perrito. El ómnibus iba casi vacío. Abrió la mochila.
—Mirá,
Negrito, esto es un ómnibus.
Y el
perro olía por todas partes, como si estuvieran pasando las noticias. Llegaron
a la ruta, y Frin le iba explicando. Estos son los coches. Esto es un campo.
Mirá, allá hay vacas. Y así ni se acordaba de su miedo, porque para eso
había llevado al perro, para que le hiciera compañía. Mirá, ése es un
tractor. El ómnibus iba tranquilo, ni rápido ni lento. Oyendo el partido
por la radio. Mirá, Negrito, mirá todos esos pájaros. Y Negrito miraba
abriendo los ojos y levantando las orejas y oliendo. Aunque no podemos saber si
miraba los pájaros que le señalaba Frin o el vidrio verde de la ventana del
ómnibus. Para él todo era igual de nuevo, grande, distinto, y en movimiento.
Para Frin también.
22
Cuando
se quisieron dar cuenta ya estaban entrando en la terminal de Nulda. Mucho más
pequeña que la del pueblo de Frin. Primera medida de seguridad: volver a meter
al perro dentro de la mochila. Primer problema: no quería. Frin abrió bien la
mochila, lo sentó encima y le empujó la cabeza. Por suerte el chofer había ido
hasta la ventanilla y no oyó los ruidos.
—¡Negro! Te juro que nunca más
te voy a dejar acompañarme si te portás así. Segundo problema. En la terminal
había perros. Durmiendo la siesta, pero perros, grandes.
—Oh, oh... ni te muevas,
Negrito
—... (de repente dejó de
sacudirse y se quedó duro, olfateando desde adentro).
—... hola, lindo perrito que
duermes la siesta, no te despiertes. Negro comenzó a ladrar.
—¡No
te hagas el valiente ahora! Lo retó y salió corriendo fuera de la terminal.
Esos perros eran tan grandes que con un bostezo se hubieran comido a Negrito.
Caminó una cuadra, abrió la mochila y lo dejó salir. El perro olfateó toda la
vereda, milímetro a milímetro, desde la pared hasta el primer árbol, y ahí dejó
su firma. Era desesperante caminar así. No avanzaban ni medio metro por año.
—¡Ufa,
Negrito! ¡Basta de oler todo!
—...
(el perrito adelantaba un paso, retrocedía cinco y repasaba lo que ya había
olido). —¡Si no me hacés caso te voy a meter adentro de la mochila! Pero el
perro no le hizo ni un poco de caso, entonces lo alzó. ¿Para dónde quedaría la
casa de los abuelos? La calle estaba vacía, era la hora de la siesta. Ni a
quien preguntarle. Caminó cinco cuadras y llegó hasta la plaza. ¿Alma estaría
en los juegos? No, no estaba. ¿Estaría tomando un helado? Se fijó si alrededor
de la plaza había una heladería. Sí, pero estaba cerrada. Se sentó en un banco.
Se había imaginado que iba a ser más fácil. Pasaron tres chicos en bicicleta;
pero lo miraron sin dejar de pedalear, y siguieron de largo. Frin sintió
hambre. Pero no era hambre, porque acababa de comer, sino que se sentía
perdido. ¿Cómo podía ser un pueblo tan pequeño y de todas maneras uno perderse
tanto? Qué ganas de regresar.
—¡Qué
tonto soy! (dio un salto). ¿¡Cómo no me acordé antes!? (Negrito lo miró con
cara de susto). El proveedor que le traía las cartas había dicho que la casa de
los abuelos quedaba cerca de la librería. Encontrando la librería... ya estaba
cerca de la casa. Buenísimo. Se sentía el campeón del mundo.
—¡Vamos,
Negrito! Te apuesto que en diez minutos estamos tomando helado con Alma.
Revisó
si no había perdido la plata. Todo bien. Tenía para invitarla a ella y a sus
abuelos y a los vecinos, por si había visitas. Bueno, que alguno se pague el
suyo, ¿no? —No, mira, mejor nos quedamos acá, porque no sabemos si nos
estamos acercando o alejando... Negrito, ¡atento a la primera persona que veas
pasar! Y lo volvió a dejar en el suelo para que olfateara a gusto.
—¡Che,
Negrito! ¡Si estás mirando el piso no vas a ver a nadie! Lo retó en broma.
Nunca se había imaginado que con tan poco viaje uno podía irse tan lejos. Por
una de las esquinas de la plaza apareció una mujer caminando lentamente,
inclinándose a cada paso. Frin alzó al perro y se le acercó.
—Buenas
tardes, señora, ¿dónde queda la librería?
—(Lo miró extrañada): Está
cerrada, ahora.
—Ya sé, pero no importa.
—... ¿vos no sos de acá, no?
—... (uf) No.
—¿Te perdiste?
—No, busco la librería porque
ahí cerca vive una amiga.
—¿Y este perrito tan lindo?
(preguntó la señora agachándose). ¡Ay, qué gracioso!
—... (Frin no lo podía creer,
¿estaba loca esta vieja?)
—¡Lindo! ¡Lindo! ¿Y cómo se
llama?
—Negro, oiga, señora...
—¿Negro? ¡Pero no es todo
negro!
—No, se lo puse por...
—¡¿No es todo negro y le
pusiste de nombre Negro?!
—...(uf)...Sí
—¿Y por qué le pusiste así, eh?
(y volvía a pellizcar al perro). ¡Bonito!
—Es
un nombre provisorio, señora. Le contestó, pero ya queriendo sacársela de
encima; para colmo el perro le hacía una fiesta increíble, movía la cola, le
lamía la mano, faltaba que le diera el teléfono.
—¿¡Provisorio!? ¡Ay, qué
ocurrencias tienen los chicos, hoy día! ¡Imaginate, ponerle un nombre
provisorio!
—... (desaparezca, señora, pensaba
Frin).
—¿Y a quién me dijiste que
buscabas? (preguntó sin dejar de acariciar a Negro que estaba feliz, el muy
estúpido).
—A una amiga.
—Sí, bueno, pero cómo se llama.
—(¿Para qué me pregunta?)...
Alma.
—¡Ah, bueno! Vos buscás a la
nieta de Remo.
—¡¡¡¡¡...!!!!! ¿Usted la
conoce?
—¡Ay, mi amor! en Nulda todos
nos conocemos... (puso otra cara), esa pobre chica con los papás que se están
separando... yo no sé...
—... (no estaba tan loca la
vieja, pensó). ¿Y por dónde viven?
—Vamos, yo te acompaño, ¡Ay,
bonito! (volvió a pellizcar al perro).
—¿Viste qué buena la señora,
Negrito? (y se dio cuenta de que regresaban por donde ella había venido)...
oiga, pero usted iba para el otro lado.
—¡Ay!,
no importa, mi amor... es un minuto, están acá a dos cuadras... vas a tener que
tener paciencia, mi amor, porque yo, con esta pierna, no puedo ir más rápido.
—No,
no hay apuro, señora. Dijo él, viendo cómo avanzaba apoyando el pie con
cuidado, y sintió algo así como que le gustaría inventar alguna cosa que la
sanara. La señora era de lo más buena. Muy habladora, eso sí. No paraba de
preguntarle cosas y hablarle; pero muy buena. Con lo que le costaba caminar,
estaba regresando dos cuadras.
Se detuvieron frente a una casa
que tenía una pequeña tapia. La señora pasó y, en vez de tocar el timbre, fue
hasta la puerta del patio y gritó:
—¡Remo! ¡Visitas!
—¡Eh, Rosa! ¡Adelante,
adelante! Se oyó desde adentro, y apareció un señor de pelo blanco, muy alto y
grande. Debía ser el abuelo de Alma. Era enorme.
—¿Y este muchachito, Rosa?
(preguntó, mientras se acercaba).
-Busca a tu nieta. Alma estaba
adentro y supo que era Frin. No podía ser otro. Sintió el impulso de salir a
verlo; pero fue más fuerte la vergüenza. ¿Qué hacía acá? ¿Para qué había
venido? Quiso esconderse, pero el abuelo la llamó.
—¡Alma! ¡Te vino a visitar un
amiguito! Adelante, Rosa, ¿te vas a quedar aquí afuera? —No, yo sigo viaje.
—¿No pasás a tomar un cafecito,
ni siquiera?
—No puedo, Remo, me espera mi
hija; si no después protestan.
—Pero...
qué apuro (dijo el abuelo y volvió a llamarla) ¡Alma! Frin sintió el impulso de
pedirle que no se molestara, que ya iba a salir, o que no importaba, que tal
vez estaba ocupada y mejor volvía otro día. Alma se asomó por la puerta, sin
saber qué hacer. Vio al perrito y se le escapó una sonrisa. Qué lindo era.
Estaba en los brazos de Frin, que lo alzó como si la visita fuera el Negrito y
él nada más un acompañante. Como vio que Alma sonreía, lo dejó en el suelo,
ella se acercó un poco agachada, porque el perrito iba hacia ella, hecho un
ovillo. Moviendo la cola, agachando la cabeza, medio echándose panza arriba,
arrastrándose. Como si la conociera desde siempre.
—¡Epa!
Éste tiene la manguera rota. Exclamó el abuelo, divertido, porque el perrito no
se aguantaba la emoción. Pero los chorros del Negrito eran su única desventaja.
La ventaja es que si no lo hubiera llevado, Alma y Frin se hubieran quedado más
duros que los bancos de la plaza. En cambio así se decían cosas a través del
Negro.
Negro,
portate bien, decía Frin, pero era
como si dijera, Hola, Alma. Y ella decía, Pero, qué perro más feo... y
era como si le contestara, Qué bueno que viniste, Frin, qué bueno. Y se
acordaba de Vera, cuántas ganas de verla. De la escuela. De los amigos. Del
otro pueblo. De su cuarto en la otra casa. De sus papás que se estaban
separando. De un golpe le llegó todo lo que extrañaba. Y se dio cuenta de lo
lejos que estaba. Parecía que no iba a poder volver nunca. Sintió que le venían
lágrimas; pero no quería que la vieran. Agachó un poco la cabeza; y dijo, Perro,
perro, perro bonito... para disimular.
23
El abuelo de Alma no le creyó a
Frin cuando afirmó muy serio.
—Mis papás saben que vine... si
quiere les hablamos por teléfono y les pregunta. Eso de haber ofrecido hablar
por teléfono lo convenció de que estaba mintiendo; pero no quiso meterse más,
Alma estaba contenta con la visita.
—¿Por qué no van a dar una vuelta
a la plaza y después, cuando regresen, ya habrá llegado la abuela y les prepara
una merienda, eh? Se fueron con Negrito que, como dijo el abuelo, cualquier
cosa podía defenderlos.
—Qué grande que es, ¿fue
boxeador? (preguntó Frin).
—No, luchador.
—¿Luchador? Huáu.
—Hizo muchos deportes, jugó al
fútbol, y una vez que vivieron cerca de un río hacía remo; y también jugó al
básquet, y antes viajaba todos los años al Sur y hacía montañismo.
-Él solo hizo más deportes que
toda mi familia junta.
—(Alma se rió) ¡Ey! ¡Vamos!,
hace una hora que estás leyendo ese árbol.
—¡Vamos, Negrito! —Ah, entonces
tiene nombre: Negrito.
—No,
bueno, sí... bueno, no... se lo puse, pero provisorio nomás, para cuando hay
que retarlo o llamarlo... pero lo traje para que le busquemos uno... juntos.
—¿Cómo? (había entendido, pero
quiso que lo repitiera).
—... no, digo, entre vos y yo.
—... claro, y... podés dejarle Negrito...
—No, pero decime uno que te
guste.
—¡Resorte!
—Uy... y sí... es lindo,
también.
—No te gustó, ¿no?
—¿Eh?, no, sí, sí, está bien,
puede ser ése; probemos (y lo llamó, pero como si siguiera hablando con Alma) Resorte,
Resorte, venga, Resorte... ¡Uy!, no hace caso... (se apuró a decir,
con alivio).
—Frin, hiciste trampa.
—Te juro que no; yo creo que no
le gustó Resorte, lo que pasa es que es más desobediente... mejor por
ahora le decimos Negrito, hasta que se acostumbre a que lo llamemos Resorte,
¿no?
—¿¡Y cómo se va a acostumbrar
si siempre lo llamamos Negrito!? —Por eso, ¿no querés tomar un helado?
—No, gracias.
—No hay problema, eh; mirá que
traje dinero.
—No es por eso, gracias, no
tengo hambre ahora.
Llegaron hasta un banco de la
plaza y se acomodaron. Negrito ya se sentía más seguro, estaba con la cola bien
parada, ladraba y medio perseguía a cuanto perro pasaba lejos. Alma comenzó a
preguntarle por la escuela y Frin la puso al día de todos los chismes del
grupo, imitando a los amigos. Alma se reía como hacía rato no soltaba tantas
carcajadas. Negrito entendió cualquier cosa y ladró a unos perros. Eran
un trío muy divertido y ruidoso. Se hizo un silencio y Frin preguntó: —Che,
Alma, y tus papás... ¿sabés algo?
—(Levantó los hombros)... sí. Pero se quedó callada.
Frin entendió que no quería hablar de eso y la volvió a invitar con un helado.
Alma sonrió y nuevamente le dijo que muchas gracias, pero no. ¿Y ahora qué
hago con la plata?, pensó Frin. —¿Vamos a casa?, ya debe haber llegado la
abuela. —Sí, vamos. Contestó Frin, que se acordó de que tenía que regresar
rápido, para que sus papás no sospecharan nada. La abuela era una señora gorda,
que se teñía el pelo y le gustaba mantenerse bien arreglada. Les ofreció una
rica merienda. Frin se moría de ganas de quedarse con Alma y en esa casa de los
abuelos, arreglada sin ningún lujo, pero que era muy cálida y alegre. Se
despidió de los abuelos, que salieron hasta la vereda. Puso al perro en la
mochila, dejándole la cabeza afuera y salieron con Alma rumbo a la terminal. Se
hizo un silencio muy incómodo. Frin quería exprimir los pocos minutos que
quedaban; pero llegaron callados. Duros de la vergüenza y sin encontrar
palabras para despedirse. En la ventanilla sacó el dinero, pidió el boleto,
tomó el vuelto y lo guardó. Alma lo vio tan serio y tan concentrado, que sintió
algo especial, como aquella vez que lo había encontrado leyendo en el patio. De
repente Frin era más grande que todos. Que ella, que Lynko, que Vera. * El ómnibus
ya estaba en el andén; pero el chofer no. Se pararon enfrente. —Che, Alma.
—¿Sí? —Quiero hacerte una pregunta... ¿puedo? —... no sé... bueno, sí. —¿Te
molestó que viniera? —No, me gustó... ¿ésa era la pregunta? (con decepción).
—No, no era ésa. —¿Entonces? —¿Es cierto que estás de novia con Arno? Si Frin
hubiera hecho esa misma pregunta en la escuela, o con más tiempo, quién sabe
cómo la hubiera contestado. Pero Frin estaba a punto de subirse al ómnibus y
tal vez se vieran en una semana, o en dos, o quién sabe. Entonces contestó la
verdad. —No, no es verdad. —¿¡Y por qué me dijiste eso!? —Yo no te dije eso.
—Bueno, pero me dijiste que gustabas de él. —No es lo mismo. —Sí es lo mismo.
Se estaban acercando otros pasajeros. —No, no es (dijo Alma, bajando la voz).
—Bueno, no importa. —… —... ¿y eso es cierto? Ya estaba llegando el chofer.
Empezaba a pedir los boletos a la gente que iba subiendo. Faltaba poco para el
turno de Frin. Alma no quiso que se fuera sin contestarle. —No. —¿¿¿Cómo???
(preguntó Frin, avanzando un lugar en la fila). —Que no. —¿¡Que no!? Repitió
él, sonriendo más todavía y extendiendo el boleto al chofer. Y todo ocurrió al
mismo tiempo, Alma le respondió: —Ya te dije que no era cierto, ¿querés que lo
publique? Y el chofer, de muy malas maneras, le dijo: —No se puede viajar con
animales. —¿Qué? (Frin, sorprendido). —Lo que oíste, pibe, no se puede viajar
con animales; abajo, vamos. —... pero (balbuceó Alma). —Ya compré el boleto.
Dijo Frin tímidamente. El chofer levantó los hombros, y volvió a ordenarle. —Te
dije que te bajes, no sigas subiendo. —Yo no vivo acá (protestó Frin, desde el
estribo del ómnibus). —No me vengas con cuentos, salí, que tiene que subir la
gente. Los demás pasajeros se pusieron tensos, por la situación. —Yo tengo que viajar
(y subió otro escalón).
—(El chofer lo tomó de la
mochila y casi le gritó) ¡Si querés viajar deja al perro!
—¡Es mi perro! Dijo Frin,
levantando la voz, y subiendo un escalón. Entonces el chofer tironeó la mochila
y lo bajó de un golpe. Negrito gemía, asustado. Frin se zafó y volvió a poner
un pie en el ómnibus. El chofer lo volvió a bajar violentamente. Frin le tiró
una patada que dio en el aire, y el chofer lo zamarreó bruscamente.
—¡Quítele las manos de encima! (tronó fuerte
la voz del abuelo de Alma).
—¿¡Y usted qué se mete!?
(contestó el chofer).
—¿¡Que qué me meto?!
(dijo el abuelo furioso). ¿¡Que qué me meto!? (y le dio un empujón).
—¡No me toque! (gritó el
chofer).
—¿Por qué? ¿Por qué es valiente
con los niños nomás? (le dio otro empujón).
—¡Le dije que me saque las
manos de encima! (amenazaba, pero retrocedía).
—¿Sabe qué es alguien como
usted? ¡Un miserable! ¿Oyó? El chofer hizo como que amagaba a levantar un
brazo.
—Dale, por favor, dame el
gusto, dale... (lo desafió el abuelo).
—... (el chofer se hizo el
ofendido, tiró los pasajes y se subió al ómnibus).
—Señores (dijo el abuelo a
todos los pasajeros), devuelvan sus boletos, porque no se puede viajar. La
gente se alarmó.
—¿Cómo que no se puede viajar?
—¡Esto es una vergüenza!
—¡Yo tengo que regresar a mi
casa, a ver si se apuran!
—¡Eso! ¡Siempre hay problemas
con esta línea de porquería!
—¡La culpa es del gobierno! El
abuelo levantaba la mano, pidiendo que lo dejaran hablar; pero la gente estaba
muy molesta.
—¡Bájense y arreglen sus cosas
sin molestar a los demás! (siguió otro). Un pasajero, con cara de pocos amigos,
preguntó:
—¿¡Y por qué no se puede!? El
abuelo, muy serio, explicó.
—Porque cerraron la ruta, por
eso; vamos, Alma, vamos, querido, volvamos a casa. La gente se preocupó más
todavía.
—Remo, ¿qué está pasando? (le
preguntó un amigo).
—... ah, Vicente, cómo estás...
el molino amenazó con cerrar, los obreros se declararon en huelga y tomaron la
ruta hacia los dos lados. La gente exclamó un "Oooh" pues no podían
creer algo tan grave. El amigo le preguntó.
—¿En serio, Remo?
—Como para bromas estamos,
claro que es en serio.
—¿Entonces no se puede salir de
Nulda? (preguntó una señora que no daba crédito a lo que oía). El abuelo no
estaba mintiendo: era algo realmente serio.
—Ni salir, ni entrar, señora,
está tomada la ruta (y se dirigió a Frin) ¿compraste boleto? Frin asintió con
La cabeza.
—Vení a que te devuelvan el
dinero, querido, y luego vamos para casa para llamar a tus padres antes de que
se asusten; ya están dando la noticia por radio.
¿maestra este cuento es lo que debemos copiar en la libreta?
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